Señores de la transparencia:
Un día de muertos en la periferia
Octubre/Noviembre 2012
José Agustín Sánchez Valdez
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Entrada
Los adoramos, los vemos a través de nosotros con terror y respeto. Recordamos con nostalgia su presencia una vez al año, aunque vivamos invadidos por su transparente ausencia todos los días. Alimentamos con dulzura la eterna impavidez de éste su recuerdo; lo perfumamos con copal, lo iluminamos con sueños y con peticiones, lo arrullamos en los pétalos de las flores que son sus hijas. Así celebramos a los que nos visitan en nuestras conciencias, a los que por haber sido son parte inmaterial constitutiva de nuestro ser. Así agasajamos a nuestros fantasmas que también son nuestras culpas y que por no ser en el ser son más viejos que nosotros. Es ésta la expresión de nuestra más grande añoranza y nuestra única certeza; un saludo amoroso a la presencia de la eternidad que se engalana con los colores, con los sabores, los olores y los sentires de los hijos, las nietas, bisnietos y sobrinas; de los padres y las abuelas, de los tíos y las primas; de los que se han marchado, de los que están, de los que vienen y de los que vendrán. Éste es el día en el que se expresa la melancólica alegría que nos causa saber de la letal realidad; el día en que construimos un serio resplandor que silencioso solloza en algún rincón de nuestro hogar. Éste es nuestro día de muertos.
Señores de la transparencia: un día de muertos en la periferia

Acciones simples y compuestas, todas en armonía, se encaminan hacia el reconocimiento de lo humano, de lo mortal, de lo efímero, de lo eternamente pasajero. Alguien limpia aquí, alguien acomoda por allá, alguien se limpia, alguien se acomoda, alguien hace algo, alguien aparece, entre todos hacemos todo y éste tenue frenesí se concreta a cada paso, en cada momento de su desarrollo, como una impecable transformación del universo; el cosmos hogar aparece limpio y ordenado, armonizado, melodioso; incluso nuestra sola presencia forma parte de ésta acción colectiva que todo purifica.
La pelusa fue arrebatada a las patas de las sillas, las figuras del librero se reúnen en pequeños grupos como charlando sobre lo que se avecina; los cuadros lucen perfectamente sacudidos y algunos de ellos se preparan para otra concurrencia; las cortinas ahora son más oscuras, todo se llena de flores y el televisor avanza mudo en los brazos de alguien cediendo su lugar al reflejo de lo eterno; también la única mesa del jacal avanzó hacia aquél único rincón en que se espera la añorada visita. El espacio se prepara para una gran recepción.
Los abuelos, los que huelen a ceiba, nos enseñaron a construir con otates, carrizo, madera, y la única mesa de la casa, la estructura de un altar para realizar todas las ofrendas; una estructura capaz de soportar ofrendas pesadas de varias familias, que tras la expresión de la acción conjunta deviene en una metáfora del propio mundo.
Limpia la determinación y ubicada la situación, suavemente empieza a especializarse más la división de las labores. Ahora algunos se encargarán de la construcción del altar; otras, acudirán al mercado en busca de los ingredientes necesarios para el festín de quienes vienen de tan lejos, de quién sabe dónde. El menos afortunado de los unos acompaña a las otras y carga la mercancía.
Cuatro otates largos, sujetos de las patas de la mesa, pero superando por mucho su altura, constituyen básicamente la estructura. Los remates superiores se unen por medio de arcos logrados, o con varas más delgadas del mismo otate, o con finas varas de palmilla, extraídas del centro de las hojas de palma. Todo se afirma con rejillas de carrizo en el fondo y en los lados sujetas con hilo de cáñamo. Las patas del altar son cubiertas por el mantel bordado, por el papel picado de colores, y por las ofrendas que se hagan en el piso, no debe verse lo que hay debajo del altar.
Una vez dispuesta la estructura, se elaboran niveles ascendentes desde la tabla principal simulando la forma de una antigua pirámide, se colocan tantos estamentos como sea posible. Cada uno de los estamentos posee huella y sombra, y así todos conforman una escalera que habrá de coronarse con la imagen más importante de toda la composición, regularmente la virgen de Guadalupe. Más fotografías concretan la concurrencia de los recordados, de los formalmente invitados: el abuelo, el nieto, la madre, el padre, el ausente.
Hasta este momento se ha determinado el lugar del sacrificio, la situación en la que nuestro esmero y dedicación serán sublimados; el vórtice en el que la vida y la muerte se abrazarán para realizar la danza de la continuidad, del eterno movimiento.
Una manta blanca envuelve los postes y los travesaños ocultando su sencillo y mundano color; se encuentra sujeta al cuerpo de los otates por medio de listones de diversos brillos, listones que como serpientes suben, bajan y se encuentran en los tres marcos (dos laterales y fondo) y rematan en cuatro ramos de flores que cubren la separación con el mantel. El mantel se ha maquillado con colores cempasúchil y diente de león.
Flores sueltas, elegidas al azar, conflagrando una estrepitosa reunión de colores, son colgadas en los marcos, a veces cubriéndolos totalmente, devorando incluso a las serpientes. Flores se riegan despedazadas sobre el mantel. Todos los estamentos del altar se bañan con la nostálgica delicadeza de los pétalos, que con gran finura sostendrán las formas de nuestros corazones, de nuestra ofrenda.
Jícamas, mandarinas, tejocotes, pequeños trozos de caña, limas, guayabas, manzanas, todo es colgado de los marcos y en las rejillas, por todos lados. Después se colocan dulces de todos tipos, igualmente regados de forma irregular por todo el altar, un trago de aguardiente aquí, tabaco, otro trago de aguardiente allá, otro poco de tabaco. Así van quedando poco a poco terminado el altar y sentados “los unos”.
Es éste el momento en que se prende el copal y comienza a iluminar la ofrenda con su perfume, el momento en que se anuncia la invitación y se abre la puerta de nuestro hogar y nuestros corazones a la llegada de los señores de la transparencia.
Se creó, no a partir de nada, el escenario; se construyó una metáfora del mundo y ahí empiezan a desfilar las primeras formas de transformación viva: cazuelas de barro con diversos platillos, dulces varios, bebidas para todo espíritu, todo va encontrando su lugar en la ofrenda.
En la metáfora del mundo que hemos construido, en la tramoya que con nuestros sueños determinamos, comienza el desfile. Las primeras manifestaciones de vida se hacen presentes en su olor, y así, en forma de suspiro deleitan a la esencia de nuestro ser, a aquellos que por haber sido también determinan la forma de nuestra existencia, a aquellos que son nuestro rostro inmaterial.
Copal, cempasúchil y agua son las fragancias primigenias; son lo que primero se ofrece a tan exquisitos visitantes, a nuestros ancestros. Después de este saludo en el que charlamos a través del olor de nuestros pensamientos y recuerdos, se pone la mesa, y las mujeres, invencibles guardianas del fuego hogareño, colman con los más bellos aromas la estancia.
La luz de las veladoras ilumina el abigarrado vapor de los tamales, en ellos, la manteca de cerdo en combinación con la salsa de huajillo y ancho exactamente condimentada, hacen presentes a las abuelas que valientemente, pese a todo, conservaron la receta y nos conservaron a nosotros. Una hoja de plátano, previamente tatemada, basta como continente para ésta bella presencia; el maíz molido: su cuerpo.
En un día afortunado puede ofrecerse también zacahuil, día agradable incluso a los más viejos de los que ya no recordamos.
Otros olores se hacen presentes; olores sencillos que se alternan para alimentar a la esencia. Caldo de pollo, caldo de verduras, combinado; enchiladas, completamente esculpidas por las manos del origen; frijoles, arroz, agua de frutas; todos estos perfumes hacen presente a una gran concurrencia, a la solitaria concurrencia de los ausentes.
Después de esta gran entrada, llega el turno de los presentes para disfrutar de los frutos procurados durante un año y sus vicisitudes. Sin embargo, la comida dispuesta en el altar, todo lo dispuesto en el altar no se toca. Incluso los más pequeños de los que estamos saben que hacerlo sería tan grave como si alguien se lo hiciera a ellos; como si alguien les arrebatara lo que es suyo. “Haz por otros lo que quisieras que otros hicieran por ti en las mismas circunstancias”, dirían los ancianos.
Después de la charla que se ha prolongado hasta el atardecer, se preparan las fragancias que habrán de acompañar a nuestros acompañantes en el paseo nocturno de su ausencia. Atole de calabaza, café, chocolate; pan, dulce y salado, amasado y horneado por nuestras madres expresamente para disfrutarse acabado de nacer. Roscas, unas con sal otras con azúcar, empanadas, de dulce de camote o de calabaza, conchas, caracoles, pemoles, que aunque se preparan por separado van en la misma canasta; pequeños panes salados con formas humanas, hombres y mujeres, niños y niñas, con trenzas, con carabina, con falda, con bigote, todos desfilan este día que se recuerda la gran broma que es la vida y la estruendosa carcajada de la muerte. En esta perfumada charla vespertina, que serena transcurre en silencio, vivos y muertos recuerdan con añoranza lo que era estar juntos, vivos y muertos creen en la existencia de un lugar al cual van y del cual regresan para estar un poco más, sólo un poco otra vez. Ese silencio es también el silencio del altar, en el que el misticismo reflexiona a través de todos sus símbolos y sincretismos sólo siendo interrumpido intermitentemente por las casi imperceptibles explosiones de las veladoras.
Llega la hora de ir a dormir, sabiendo que la tertulia de los visitantes, que también entre ellos se reencuentran, habrá de durar toda la noche.
Amanece otra vez, y en unos el asalto furtivo a los licores de los ausentes en extraña convivencia ha dejado estragos. Otras reemplazan todos los platos del altar y comienza nuevamente el desfile; una vez más se dispone la comilona supraterrenal. Sólo que esta vez nada más los eternos comerán y hablarán entre ellos; los efímeros empezarán a despedirse esbozando el retorno a la cotidianidad, abrazando con la agradable indiferencia que para algunos causa estar aquí. Dicen que la tranquilidad sólo se hace presente cuando cesa.

¿Sin salida?
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