La identidad como instrumento de dominación y sustento del
Estado
Eduardo Ruiz Cuevas
Es para nosotros la
identidad un valor indiscutible. Algo que aceptamos poseer como punto de
partida a toda reflexión que involucre al sí mismo. Una bandera que ondeamos
orgullosamente, y si en algún momento, algo, o alguien atañe en contra de ese
valor, nos levantamos a pie de guerra para recuperarla y afirmarla. Pues todo
aquél que quiera arrebatarla no es más que un villano. Estamos tan ciegamente
enamorados de ella que sentimos que sin el peculiar encanto que nos otorga,
nuestra existencia no tendría sentido. Desde el lenguaje de un enamorado
podemos tratar de explicar el funcionamiento de la identidad, pero como no es
la finalidad de ninguno de los presentes escuchar a un enamorado hablar sobre
su amada –pues genera envidias- abordaré la cuestión desde las palabras del
desencanto.
Unificar lo diverso es necesario para
emprender la tarea de toda reflexión. Dentro de la pluralidad de realidades
construidas a través del lenguaje, encontramos conceptos que poseen amplia gama
de escenarios, uno de ellos es la tan afamada palabra identidad. Al mencionar
“identidad”, vinculamos en lo inmediato, aquella cosa que cumple
correspondencia consigo misma, la que permite observar la unidad en cada una de
sus partes y cada una de ellas con el todo que conforman. También podemos
hablar de identidad cultural, identidad consigo mismo, identidad sexual,
identidad religiosa, y hasta identidad matemática. Este concepto permite identificar
las cualidades que distinguen una cosa de otra, enmarcando así las diferencias
necesarias para clasificar aquello que es y aquello que no es. Lo anterior
genera que dicha palabra sea tan flexible e incluyente, a su vez tan
impronunciable como entendible. Así que para hablar de la identidad, no nos
queda más que hacerlo por supuestos. Entonces supongamos, como punto de
partida, que la identidad es un proceso constructor manifestado dentro de una
sociedad, en donde las partes que la conforman asumen diferencias, pero
simultáneamente crean lazos de unidad por medio de distintas prácticas
afianzadoras. Si aceptamos que los elementos esenciales de un pueblo son a su
vez las características generales de sus individuos, podemos acercarnos a decir
que la identidad social responde a un organismo vivo que necesita mantenerse,
para ello deberá emplear las herramientas que le permitan su reproducción.
En los siguientes minutos trataré de abordar
algunos aspectos de la identidad. Primero, describir la utilidad y formación de
la identidad como necesidad de la conservación de la especie. Segundo, el papel
que toma la identidad en los movimientos sociales para transformar y cambiar la
estructura del Estado, haciendo énfasis en como la identidad, al ser un imaginario
colectivo, justifica la reproducción de las prácticas de poder.
I
La identidad es aquél elemento que permite
encontrar orden dentro de la vida social, un imaginario colectivo que transita
entre todos los integrantes de una comunidad para permitir que esta persista, y
a su vez se reproduzcan los elementos que afirman las prácticas de conservación
de la misma. Esta identidad representa un signo de cohesión para identificar
aquellos rasgos semejantes entre los involucrados, para hacerlo se manifiesta un
movimiento dialéctico -para saber lo determinado es necesario ubicar aquello
que contrasta con lo que se establece en el orden-. Si la identidad trabaja en
construir elementos semejantes, su campo de acción se manifiesta en decir que
es lo que les otorga diferencia a los otros. Los griegos veían a los
extranjeros como bárbaros –y aunque posiblemente lo eran- se realizaba un
proceso de exclusión al establecer que era y que no era lo griego. Sólo
excluyendo se permite delinear un cierto tipo de hombre al cual es posible
dotarle de identidad. Para el bárbaro nazi, todo aquél que no correspondiera
con su pasado histórico, con las características biológicas y con la
“superioridad de su raza”, no era digno de ser llamado hombre.
El que crea identidad, reitero, necesita
excluir al otro para poder ganarse una, y al hacerlo requiere de los aparatos
de control ideológico, por medio de imaginarios colectivos, que justifiquen y
le den fuerza a su acción. Siendo la comunidad una organización hecha a parir
de individuos, es necesario que su funcionamiento se encuentre establecido en
los lazos creados en cada uno de sus elementos, para ello hay que hacer medible
cada parte, otorgarle rasgos generales de identidad para que los individuos
adopten el modelo de una identidad particular. Podemos imaginar un gran árbol,
al cual acudirán los hombres para alimentarse de sus frutos, al digerirlos el
individuo asimilará en su organismo los nutrientes necesarios para sobrevivir,
a su vez dará paso a que éste busque conservar y mantener la raíz del árbol,
pues en él radica su existencia.
El imaginario trabaja por medio de los
elementos que sirven para clasificar y ordenar la vida a favor de un beneficio
común y social. Hablar de la historia, de las hazañas de guerreros que han entregado
la vida por la supervivencia de los suyos; de los dioses que han creado un
mundo en función de esa especie determinada, o en el Destino de un hombre que
repercute con el de miles, son prácticas de inclusión en el orden y
conservación de una especie. Es complicado analizar moralmente cada periodo de
la historia y sus prácticas, pues nuestros juicios implícitamente están
vinculados a nuestro tiempo, sin embargo, es plausible distinguir que muchas
prácticas que quieren sostener un modelo de hombre y cultura, tienden a emplear
herramientas destructivas y sumamente peligrosas para la vida misma. Si la
identidad busca conservar, a su vez intentará destruir y negar aquello que no
es, en otras palabras lo que no sirve para sus fines racionales y prácticos, en
los cuales se ha depositado la esperanza de su porvenir.

Hay una necesidad inherente en todo ser
humano, manifestada en toda cultura, que es la de establecer puntos fijos y
perdurables para su conservación, beneficio y reproducción. Para ello el hombre
se ha valido de distintas herramientas, tales como la religión, el arte, la
política, la filosofía, la ciencia, la educación; cada uno de estos utensilios,
productos de un hombre sofisticado por la razón, intentan establecerse por
mecanismos que afiancen las practicas sociales de la especie en cuestión –es
indudable que el hombre requiere de la participación colectiva para protegerse
y sobrevivir-. Al encontrar el método adecuado de conservación, se pretende
reproducir la misma práctica por medio de su asimilación ideológica, la cual es
y será heredada a través de los tiempos. Para lograrlo se postulan realidades
ineludibles, como la existencia de dioses, espíritus, ser, verdad; o en una
visión moderna, Estado, igualdad, justicia, democracia. Cada uno de esos
elementos dicta en favor de un bienestar colectivo y de la conservación de
dicho aparato social, es por ello indispensable que el método logre ser
aceptado por el mayor cúmulo de individuos dentro de la comunidad y así éstos
no sólo se reproduzcan a sí mismos, sino también a la ideología que los
mantiene vivos. Un hombre medieval no pondría en juicio la importancia de Dios,
pues en él radica su existencia; un hombre moderno no puede imaginar un mundo
sin ciencia, o sin democracia, ya que son los pilares del porvenir. Ambos tipos
de hombres responden a las necesidades reales de su tiempo, al condicionamiento
con que han sido educados y dirigidos en línea recta. Cada uno de esos hombres
ve en su tiempo la consumación de la historia. Es el pasado una brecha
superada, es el presente el único futuro que debe existir. Cada periodo de la
historia refleja esa verdad que quiere eternizarse, pues significa la
afirmación de su momento y el mantenimiento de su existencia. Ahora bien,
habremos de preguntarnos ¿esto que tiene que ver con la identidad como
instrumento de dominación? Varios
autores abordan esta posible respuesta desde una perspectiva arcaica, tanto
Nietzsche como Freud, intentan explicar gran parte del comportamiento por medio
del funcionamiento de las formas primarias en que se conforman las sociedades.
En voz de Marcuse: “El primer grupo
humano fue establecido y sostenido en el mando por la fuerza de un individuo
sobre todos los demás. En una época de la vida del género hombre, la vida fue
organizada por la dominación”[1].
Quien tenía el mando era aquél que establecía una jerarquía de superioridad
sobre el grupo, ya sea por su fuerza física o su ingenio. Este tenía mayor
acceso al placer, tanto en su poder sobre las hembras como en el sometimiento
de los otros, a cambio de ello la comunidad podía prevalecer. Su funcionamiento
requería de cierto tipo de orden mediante una organización racional de las
actividades del conjunto y el interés común. La fuerza del dominante radica en
la conservación, por ello es justificada. “El
padre original anticipa las subsecuentes imágenes del padre dominante bajo las
que la civilización ha progresado”[2].
La reproducción ideológica de dominación es transmitida por los instrumentos de
control social, donde estos también se mantienen en constante configuración a
través de las necesidades y exigencias de los sometidos. Aquél que piensa y
actúa de un modo distinto a las leyes, es condenado o exterminado: “Para que algo permanezca en la memoria se lo
graba a fuego; sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria”[3].
Tanto el castigo físico como la culpa moral, son ingredientes del control.
Justificado o no, ha de ser entonces el castigo el mecanismo de legislación más
eficiente. El Dios padre castiga a sus hijos por su desobediencia, al hacerlo
les da la oportunidad de rectificar su camino, de ver en él la benevolencia y
el perdón, aunque en ello, en esas pruebas de lealtad, se tenga que sacrificar
al hijo, o torturar y mutilar al hereje, de lo contrario, el que no acepta el mandato,
es un personaje incómodo que crea ruptura con las prácticas de cohesión que
otorgan identidad al grupo social, por ello son amenazas que deben ser
redirigidas, de no hacerlo el imaginario sería visto con debilidad y puesto en
crisis. Sólo atormentando al hombre con miedos es posible que éste se convenza
de la afirmación de la ideología, no sólo porque beneficie al grupo dominante,
ya que éste también estará convencido que en sus prácticas está la razón que
justifica su crueldad, pues ser cruel es una manifestación de poder que puede
ser empleada como acto de enseñanza. Por su parte, aquél que acata fielmente
los mandamientos, es reconocido con honor y virtud, pues reafirma el orden
prevaleciente y ayuda a la reproducción del mismo.
No se trata de vituperar la autoridad, pues
como se ha mencionado, de ella depende la supervivencia, pero cuando los
instrumentos de dominio comienzan a ser contraproducentes, al grado de
enfatizar las diferencias y afirmar rigurosamente su autoridad mediante la
opresión incesante, se convierte en necesidad superarlas.
II
El modo como surge el
carácter de un pueblo –el alma de un pueblo- explica el surgimiento del alma
individual. Se imponen una serie de actividades, como condiciones de
existencia, a las que se acostumbra; ellas se hacen más estables y penetran más
profundamente al convertirse en necesidad. Los pueblos que viven grandes
cambios y buscan prosperar en nuevas condiciones, muestran una nueva
disposición en sus fuerzas: esto o aquello sobresale y adquiere preponderancia,
porque es ahora más necesario para la existencia. Tal es el caso de los
movimientos surgidos en el siglo XVIII con las revoluciones burguesas. Las
prácticas de dominio ideológico que habían ejercido su poder cerca de mil años,
comienzan a caducar. La eticidad de las costumbres que han hecho al hombre
calculable, comienzan a ser insuficientes porque ya no corresponden al
beneficio de sus necesidades. Es a partir de la ilustración que comienza a
surgir con aplomo el canto a la libertad, a la igualdad, a la fraternidad. Las
palabras acuñadas por los humanistas del momento, buscan dirigirse a un público
cada vez más numeroso. Nunca antes se les habló de igualdad ante la ley humana,
pues nunca había existido ya que previamente era concebida por un Dios
soberano.
¿Cómo es que el orden medieval, tan
perfectamente diseñado, estaba por caer? Desde el Renacimiento los artistas
comenzaron a boicotear la autoridad con bastante astucia, sin embargo, el
desarrollo de la ciencia es quien se encarga de asestar los golpes más fuertes
al aparato del imaginario colectivo. Nuevas verdades crean también nuevas
necesidades, entre ellas la de una identidad distinta que permita movilizar un
cambió radical[4]. El
sentido de la tierra toma otras dimensiones; el progreso de la técnica es
entonces la esperanza del nuevo mundo.
La noción de identidad en la era moderna adopta nuevas características, pues es
vista como el auto-reconocimiento, la conciencia individual que puede acceder a
otro tipo de bien que no requiere implícitamente de un más allá. Para el hombre
medieval, todos somos hijos de Dios, por lo tanto todos somos iguales ante Dios
–claro, con algunas diferencias que llevaron a guerras, exterminio y
persecución- al ser fieles, nuestro reino se encuentra en los cielos, sin
embargo, para el hombre moderno, el fruto de un nuevo árbol requiere de abono
para que se mantenga sano y fuerte, para ello es necesaria tierra fértil que
alimente la raíz -ya no es Dios el que nos hace como iguales ante sus ojos,
sino el Estado por medio de las leyes-. La identidad se convierte en una
bandera de libertad; en este momento se busca el rescate del individuo, el cual
tendrá el valor de un ciudadano perteneciente a fronteras y límites, a su vez a
la afirmación de un Yo que le permita identificar, por luces propias, aquello a
lo que pertenece. Su guerra no es ya por Dios, sino por la defensa de la
dignidad del hombre, de la afirmación del sí mismo, de un humano que afirma lo
humano.
El espíritu revolucionario toma en defensa al
hombre que no quiere inclinarse, al hombre que ha de rechazar el reino de los
cielos y opta por la construcción de la historia desde una perspectiva lógica y
aceptable. La voluntad del legislador versa desde El espíritu de las leyes hasta el Contrato social, -el cual fue una especie de Biblia de la Asamblea constituyente
previa la revolución francesa- estableciendo así, el ideal del nuevo Estado. En
dichas prácticas se produce un movimiento interesante, al liberar al hombre hay
que colocarle nuevos grilletes, pues los viejos estaban gastados. El nuevo
individuo requiere creer en el orden de una gran sociedad, la cual será
modelada y fundada en la voluntad del legislador. La sociedad surgida a partir
de la revolución francesa, establece los nuevos ideales de la humanidad, a su
vez los nuevos procesos de construcción del individuo. Mil años de historia, de
un cristianismo que ha esculpido la identidad del hombre no puede ser borrada,
por el contrario, se manifiesta una nueva asimilación, se toma lo útil y benéfico
para conservar el nuevo orden, los estandartes de libertad, igualdad,
fraternidad, justicia, adquieren simplemente nuevos matices, pues todos ellos,
hasta nuestros días, son valoraciones cristianas.
Napoleón comprendió que para la creación de
un Estado requería de nuevos instrumentos de control ideológico. Si hay que
liberar al hombre de la sinrazón, hay que darle razón por medio de las
instituciones que repartirán las enseñanzas de la ciencia, política, filosofía
y arte, que afirman la necesidad ineludible del Estado moderno. El oscurantismo
es aquello no aceptable, es lo retrograda y lo que no sigue al progreso que
presenta el iluminismo.
Posterior al efímero Imperio napoleónico,
así como el retorno de las monarquías y el derrocamiento de las mismas, se
configuran los Estados nacionales. El sentido de pertenencia de la tierra
enmarca el reconocimiento de los límites de sus territorios, los cuales estarán
regidos por el Estado legislador y los integrantes de la nación, ahora
convertidos en ciudadanos. El sentido patrio toma gran importancia para
sostener los vínculos históricos de la especie, sólo con ellos el individuo
habrá de retomar la construcción de su identidad y a su vez la expansión y
dominio. “A través del himno de la
bandera, ella conduce a la expansión
colonial y a la comunidad laboral de las colonias”[5]. Las
prácticas de dominio son justificadas por los instrumentos de control
ideológico; el amor a la patria, el sentido de pertenencia y de identificación,
así como la fuerza colectiva de la masa, es la afirmación del sí mismo.
Sensación de poder y superioridad produce el agradable calor de estar
estrechados los unos a los otros. No es meramente la lucha por la supervivencia
-pues gracias a la técnica y a los altos procesos de producción, se han logrado
satisfacer las necesidades primarias- sino generar la constante insatisfacción
de querer poseer nuevas necesidades implantadas. Para ello se requiere
enfrentar al otro que amenaza contra la felicidad propia. El Estado para
mantenerse y reproducirse, se vale de mecanismos cada vez más sofisticados,
tanto en la incorporación de necesidades como en la asimilación de nuevos
imaginarios: como la igualdad de unos con otros, o que el pueblo manda a través
de la democracia, o que todos podemos alcanzar la felicidad si luchamos por
ella. Al individuo se le reivindica mientras éste sea útil al fortalecimiento
de los lineamientos sociales en pro del Estado legislador. Aquél que no cumpla
con las reproducciones afianzadoras, es visto como un detractor: “Un patriota es el que sostiene la república
en masa; cualquiera que la combate en detalle es un traidor”[6].
Sin embargo, criticar la autoridad es un legado otorgado por la Ilustración. ¿Cómo el
Estado rector puede asimilar dicha contradicción?
Siendo que pretende encontrar unidad dentro
de lo diverso, el Estado reconoce la individualidad de sus congéneres, como las
múltiples expresiones de identidad que en él se desarrollan, suprimirlas sería
llevar a la posibilidad de una insurrección. Un Estado débil aplicará la fuerza
para condenar a los que afrentan su dominio -por ello es que todo régimen
autoritario está condenado a la extinción- pero un Estado fuerte se valdrá de
las diferencias y las inoculará a su beneficio: “Todas las revoluciones modernas han contribuido a un reforzamiento del
Estado. La de 1789 trajo a Napoleón, la de 1848 a Napoleón III, la de
1917 a Stalin, los disturbios italianos de los años veinte a Mussolini, la
república de Weimar a Hitler. Aquellas revoluciones, sobre todo después de la
guerra mundial hubo liquidado los vestigios del derecho divino, se propusieron
sin embargo, con una audacia cada vez mayor, la construcción de la ciudad
humana y de la libertad real”[7].
Para concluir, trataré de describir lo anteriormente citado, sobre como el
Estado se constituye y fortifica a partir de las tensiones sociales y la
reproducción de identidad.
La historia ha mostrado que la conservación
de un pueblo requiere que la mayoría de sus individuos mantengan un sentimiento
común por medio de las prácticas de cohesión, las cuales son la causa de
identidad y los fundamentos de toda civilización. El planteamiento de
principios indiscutibles, o verdades sin discusión, son la herencia de un
legado que se transmite por generaciones, en un principio por el castigo y el
dolor, posteriormente por hábito, por consecuente se modelan los arquetipos de
las creencias comunes. La subordinación del individuo es necesaria para el
desarrollo de la cultura; sólo mediante el establecimiento de parámetros, por ejemplo,
de lo bueno y lo malo, lo útil o lo inútil, lo placentero y doloroso, se
incorporan las valoraciones fijas, y se trascienden por medio de la educación.
La conservación del Estado, podría pensarse, requiere de individuos homogéneos,
llanos, “unidimensionales”, empero, los instrumentos de control ideológico de
un Estado son tan diversos porque reconoce la pluralidad de miembros que lo
constituyen, entonces al reconocer las diferencias, necesita clasificarlas de
acuerdo a sus necesidades, satisfacer las partes para el beneficio y
conservación del todo, pero sin perder los puntos fijos que son la estructura
del mismo. Por ejemplo, podemos observar la gran variedad de partidos
políticos, cada uno de ellos, ya sean de “izquierda” o “derecha”, justifican la
estructura general que los mantiene, son parte de los mismos mecanismos de un
sistema establecido. Generar hombres iguales en cuanto a necesidades y
pensamientos, llevaría al embrutecimiento paulatino y a la degeneración del
Estado. Se requieren los contrastes, puntos divergentes que pongan en marcha el
gran motor del funcionamiento general. Los puntos fijos mantienen, mientras una
pequeña parte, por ejemplo los intelectuales, que cuestionan y discuten sobre
la eticidad de las costumbres, o postulan distintos escenarios de mundos
posibles. Ellos son elementos de reblandecimiento que pretende poner en crisis
a la estructura dominante. Hablan de la novedad y la diversidad, se niegan al
estancamiento que ofrece la estabilidad de los puntos fijos. Si es necesario,
serán exterminados, muchas veces no por el Estado, sino por el mismo rechazo de
sus compatriotas, ya que al ser una minoría son evidentemente débiles, y al
cuestionar los imaginarios sociales como la igualdad, la educación, la fe, las
leyes, y todo lo que implica fuerza para el colectivo, provocará que sus
principios sean peligrosos y considerados como dañinos. Sin embargo, es
probable que de vez en cuando alguna semilla sea arrojada a la tierra.
Dicho de otra manera: podemos imaginar al
Estado como un cuerpo vivo, el cual, si es lo suficientemente fuerte, podrá
resistir alguna infección y a su vez generar los anticuerpos necesarios para
contrarrestar el mal, dicho proceso de asimilación del ente negativo será
inoculado y puesto al servicio del fortalecimiento general[8].
La voz reactiva no impugna contra el Estado, sino contra el funcionamiento de
éste, vitupera los instrumentos de dominio, señala culpables de toda índole,
como a la economía, la razón, la ignorancia, y sin embargo su ejercicio es mantenido
por el financiamiento del Estado mismo; si sus obras son influyentes ante la
masa suena la alarma, pero como en nuestros días eso es imposible, se les puede
inocular con facilidad. Lo duradero es la fuerza de la comunidad que reconoce
los arquetipos mediante la creencia y el sentimiento de unidad, por su parte
los débiles contribuyen al cambio mediante procesos de inoculación benéfica
para el Estado. Otros grupos minoritarios buscan inclusión en los aparatos
institucionales del Estado y el reconocimiento de su diferencia con la
sociedad. Movimientos indigenistas, feministas, homosexuales, emplean sus
fuerzas para que el Estado les reconozca, tratan de reblandecer las estructuras
fijas e incorporar nuevas prácticas regidas por un Estado de derecho. La negación
y descontento que tiende a cuestionar la autoridad sirve para que ésta se
vuelva flexible e incluyente, donde un Estado fuerte podrá incluir las
diferencias, pues como se ha mencionado, requiere de la movilidad de los
mecanismos que permitan dar un progreso. Cuando se duda de la credibilidad de
las instituciones, no se vitupera a la institución en sí, sino a los
integrantes que la conforman y vician. Por ello desde la gran Revolución
francesa, solamente se han suscitado movimientos de Reforma y no revoluciones.
Cada movimiento social busca reafirmar al
Estado, no proponer modelos distintos –la Revolución se proyecta a la humanidad, y los
movimientos sociales a la conservación de un modelo fijo y específico con
ideologías nacionalistas. Tal es el caso de los sistemas totalitarios, en donde
el uso de imaginarios, como de ideologías, son las consignas con que los
líderes proceden. Los nazis inventaron la llamada superioridad biológica para
definir su identidad, excluyendo a todo mundo y convirtiendo sus instrumentos
ordenadores en máquinas brutales. La identidad creada en el nazismo, retoma la
idea de la bestia rubia que Nietzsche habla, pero deforman su discurso y lo
convierten en una práctica de poder por el poder. El Estado alemán era
excluyente en todo sentido, lo cual era viva muestra de la necesidad imperiosa
de mantener un tipo fijo de identidad. Los Estados que buscan la unidad dentro
de lo diverso, “respetando” y “reconociendo” las diferencias, son más eficaces
en la creación de imaginarios, inocularán a los agentes reactores, pues estos
no se manifiestan contra el Estado sino que reclaman legislaciones que aprueben
su “identidad”, reconociendo así a la autoridad.
La industria cultural, como la implantación
de la necesidad del consumo, son muestras claras del embrutecimiento paulatino
a la que todos estamos expuestos. Nadie vitupera los beneficios de la técnica,
ni de los sistemas de producción, por el contrario, se ensalza con orgullo el
progreso y se ve nuestro tiempo como la consumación de la historia. Nuestra
cultura material justifica la dominación desde su carácter ideológico y se
reproduce por medio de las experiencias concretas en el acceso a la comodidad y
el lujo: el ideal burgués. Este sueño lleva tras de sí la propia aniquilación
del individuo, pues las valoraciones reproducidas están dentro de los aparatos
de producción y utilidad. Ya no existen los grandes relatos de guerreros, en
donde el valor y la osadía eran virtudes, ahora el “valor” es una
cuantificación de de uso y de cambio. Nuestra sociedad, tan orgullosa y segura
de sí misma, es temerosa ante lo que no se encuentre en el conjunto, pues todo
lo que no pertenece a su dominio es puesto en duda y descalificado
inmediatamente. Entre más miedo se provoque mayor será la excitación de la
masa, la cual será capaz de cometer los actos más irracionales y bestiales. Ya
sea por asesinatos colectivos, perfectamente delineados, o por ejércitos
sofisticados en contra de los grandes villanos de la humanidad. La constante
represión crea excitabilidad que puede desembocar en la propia aniquilación de
unos con otros, y a la desaparición de los individuos, y si estos no existen,
tampoco podría haber sociedad o Estado alguno. Por ende, es necesaria la
actividad de las minorías que emblandecen los puntos fijos.
Si se ha de querer mantener la estructura de
un Estado, habrá que limitar el poder de las prácticas de la razón
instrumental. Tal como lo muestran Adorno y Horkheimer, en su dialéctica de la
ilustración, la razón se emplea como instrumento de dominio mediante prácticas sofisticadas
de control. El uso desmedido de la razón es la aproximación a la locura; si la
razón no se pone a crítica y en crisis a sí misma, ésta será el sueño que
produce monstruos, y en lo referente a nuestro tema, un Estado insaciable que
considera a la enajenación como identidad.
Pero todo lo anterior no son más que
supuestos, pues la identidad es algo que asumimos en lo inmediato y damos por
hecho sin cuestionamiento alguno. Es ella la bella imagen de la que estamos
enamorados, y como tal, se le ama como a una mujer que inspira dudas.
Bibliografía
Adorno,
Theodor. Dialéctica de la ilustración.
Ediciones Akal. Madrid 2007.
Camus,
Albert. El hombre rebelde. Alianza
Editorial. Madrid, 2008.
Marcuse,
Herbet; Eros y civilización. Joaquín
Mortiz Editorial. México, 1953.
Nietzsche,
Federico. La genealogía de la moral.
Alianza Editorial. Madrid, 2005.
[1] Marcuse, Herbet; Eros y
civilización. Joaquín Mortiz Editorial. México, 1953.
[2] Ibídem
[3] Nietzsche, Federico. La
genealogía de la moral. Alianza Editorial. Madrid, 2005.
[4] Aclaro que no refiero a la identidad como la creación de unos cuantos,
sino como el amalgamiento de una serie de prácticas que involucran a todos los
participantes de una sociedad.
[5] Adorno, Theodor. Dialéctica de
la ilustración. Ediciones Akal. Madrid 2007.
[6] Camus, Albert. El hombre rebelde.
Alianza Editorial. Madrid, 2008.
[7] Ibídem
[8] Si se considera que las humanidades son inútiles y un peligro para el
Estado, es entendible entonces el por qué no han desaparecido, y aunque se
encuentren en peligro de extinción, dudo que sean exterminadas, pues de hacerlo
el Estado mismo se debilitaría.
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