lunes, 15 de octubre de 2012


La identidad como instrumento de dominación y sustento del Estado

 

Eduardo Ruiz Cuevas


   Es para nosotros la identidad un valor indiscutible. Algo que aceptamos poseer como punto de partida a toda reflexión que involucre al sí mismo. Una bandera que ondeamos orgullosamente, y si en algún momento, algo, o alguien atañe en contra de ese valor, nos levantamos a pie de guerra para recuperarla y afirmarla. Pues todo aquél que quiera arrebatarla no es más que un villano. Estamos tan ciegamente enamorados de ella que sentimos que sin el peculiar encanto que nos otorga, nuestra existencia no tendría sentido. Desde el lenguaje de un enamorado podemos tratar de explicar el funcionamiento de la identidad, pero como no es la finalidad de ninguno de los presentes escuchar a un enamorado hablar sobre su amada –pues genera envidias- abordaré la cuestión desde las palabras del desencanto.

 

   Unificar lo diverso es necesario para emprender la tarea de toda reflexión. Dentro de la pluralidad de realidades construidas a través del lenguaje, encontramos conceptos que poseen amplia gama de escenarios, uno de ellos es la tan afamada palabra identidad. Al mencionar “identidad”, vinculamos en lo inmediato, aquella cosa que cumple correspondencia consigo misma, la que permite observar la unidad en cada una de sus partes y cada una de ellas con el todo que conforman. También podemos hablar de identidad cultural, identidad consigo mismo, identidad sexual, identidad religiosa, y hasta identidad matemática. Este concepto permite identificar las cualidades que distinguen una cosa de otra, enmarcando así las diferencias necesarias para clasificar aquello que es y aquello que no es. Lo anterior genera que dicha palabra sea tan flexible e incluyente, a su vez tan impronunciable como entendible. Así que para hablar de la identidad, no nos queda más que hacerlo por supuestos. Entonces supongamos, como punto de partida, que la identidad es un proceso constructor manifestado dentro de una sociedad, en donde las partes que la conforman asumen diferencias, pero simultáneamente crean lazos de unidad por medio de distintas prácticas afianzadoras. Si aceptamos que los elementos esenciales de un pueblo son a su vez las características generales de sus individuos, podemos acercarnos a decir que la identidad social responde a un organismo vivo que necesita mantenerse, para ello deberá emplear las herramientas que le permitan su reproducción.

 

   En los siguientes minutos trataré de abordar algunos aspectos de la identidad. Primero, describir la utilidad y formación de la identidad como necesidad de la conservación de la especie. Segundo, el papel que toma la identidad en los movimientos sociales para transformar y cambiar la estructura del Estado, haciendo énfasis en como la identidad, al ser un imaginario colectivo, justifica la reproducción de las prácticas de poder.

 

I

 

 La identidad es aquél elemento que permite encontrar orden dentro de la vida social, un imaginario colectivo que transita entre todos los integrantes de una comunidad para permitir que esta persista, y a su vez se reproduzcan los elementos que afirman las prácticas de conservación de la misma. Esta identidad representa un signo de cohesión para identificar aquellos rasgos semejantes entre los involucrados, para hacerlo se manifiesta un movimiento dialéctico -para saber lo determinado es necesario ubicar aquello que contrasta con lo que se establece en el orden-. Si la identidad trabaja en construir elementos semejantes, su campo de acción se manifiesta en decir que es lo que les otorga diferencia a los otros. Los griegos veían a los extranjeros como bárbaros –y aunque posiblemente lo eran- se realizaba un proceso de exclusión al establecer que era y que no era lo griego. Sólo excluyendo se permite delinear un cierto tipo de hombre al cual es posible dotarle de identidad. Para el bárbaro nazi, todo aquél que no correspondiera con su pasado histórico, con las características biológicas y con la “superioridad de su raza”, no era digno de ser llamado hombre.

 

   El que crea identidad, reitero, necesita excluir al otro para poder ganarse una, y al hacerlo requiere de los aparatos de control ideológico, por medio de imaginarios colectivos, que justifiquen y le den fuerza a su acción. Siendo la comunidad una organización hecha a parir de individuos, es necesario que su funcionamiento se encuentre establecido en los lazos creados en cada uno de sus elementos, para ello hay que hacer medible cada parte, otorgarle rasgos generales de identidad para que los individuos adopten el modelo de una identidad particular. Podemos imaginar un gran árbol, al cual acudirán los hombres para alimentarse de sus frutos, al digerirlos el individuo asimilará en su organismo los nutrientes necesarios para sobrevivir, a su vez dará paso a que éste busque conservar y mantener la raíz del árbol, pues en él radica su existencia.

 

   El imaginario trabaja por medio de los elementos que sirven para clasificar y ordenar la vida a favor de un beneficio común y social. Hablar de la historia, de las hazañas de guerreros que han entregado la vida por la supervivencia de los suyos; de los dioses que han creado un mundo en función de esa especie determinada, o en el Destino de un hombre que repercute con el de miles, son prácticas de inclusión en el orden y conservación de una especie. Es complicado analizar moralmente cada periodo de la historia y sus prácticas, pues nuestros juicios implícitamente están vinculados a nuestro tiempo, sin embargo, es plausible distinguir que muchas prácticas que quieren sostener un modelo de hombre y cultura, tienden a emplear herramientas destructivas y sumamente peligrosas para la vida misma. Si la identidad busca conservar, a su vez intentará destruir y negar aquello que no es, en otras palabras lo que no sirve para sus fines racionales y prácticos, en los cuales se ha depositado la esperanza de su porvenir.

 



   Hay una necesidad inherente en todo ser humano, manifestada en toda cultura, que es la de establecer puntos fijos y perdurables para su conservación, beneficio y reproducción. Para ello el hombre se ha valido de distintas herramientas, tales como la religión, el arte, la política, la filosofía, la ciencia, la educación; cada uno de estos utensilios, productos de un hombre sofisticado por la razón, intentan establecerse por mecanismos que afiancen las practicas sociales de la especie en cuestión –es indudable que el hombre requiere de la participación colectiva para protegerse y sobrevivir-. Al encontrar el método adecuado de conservación, se pretende reproducir la misma práctica por medio de su asimilación ideológica, la cual es y será heredada a través de los tiempos. Para lograrlo se postulan realidades ineludibles, como la existencia de dioses, espíritus, ser, verdad; o en una visión moderna, Estado, igualdad, justicia, democracia. Cada uno de esos elementos dicta en favor de un bienestar colectivo y de la conservación de dicho aparato social, es por ello indispensable que el método logre ser aceptado por el mayor cúmulo de individuos dentro de la comunidad y así éstos no sólo se reproduzcan a sí mismos, sino también a la ideología que los mantiene vivos. Un hombre medieval no pondría en juicio la importancia de Dios, pues en él radica su existencia; un hombre moderno no puede imaginar un mundo sin ciencia, o sin democracia, ya que son los pilares del porvenir. Ambos tipos de hombres responden a las necesidades reales de su tiempo, al condicionamiento con que han sido educados y dirigidos en línea recta. Cada uno de esos hombres ve en su tiempo la consumación de la historia. Es el pasado una brecha superada, es el presente el único futuro que debe existir. Cada periodo de la historia refleja esa verdad que quiere eternizarse, pues significa la afirmación de su momento y el mantenimiento de su existencia. Ahora bien, habremos de preguntarnos ¿esto que tiene que ver con la identidad como instrumento de dominación?  Varios autores abordan esta posible respuesta desde una perspectiva arcaica, tanto Nietzsche como Freud, intentan explicar gran parte del comportamiento por medio del funcionamiento de las formas primarias en que se conforman las sociedades. En voz de Marcuse: “El primer grupo humano fue establecido y sostenido en el mando por la fuerza de un individuo sobre todos los demás. En una época de la vida del género hombre, la vida fue organizada por la dominación”[1]. Quien tenía el mando era aquél que establecía una jerarquía de superioridad sobre el grupo, ya sea por su fuerza física o su ingenio. Este tenía mayor acceso al placer, tanto en su poder sobre las hembras como en el sometimiento de los otros, a cambio de ello la comunidad podía prevalecer. Su funcionamiento requería de cierto tipo de orden mediante una organización racional de las actividades del conjunto y el interés común. La fuerza del dominante radica en la conservación, por ello es justificada. “El padre original anticipa las subsecuentes imágenes del padre dominante bajo las que la civilización ha progresado[2]. La reproducción ideológica de dominación es transmitida por los instrumentos de control social, donde estos también se mantienen en constante configuración a través de las necesidades y exigencias de los sometidos. Aquél que piensa y actúa de un modo distinto a las leyes, es condenado o exterminado: “Para que algo permanezca en la memoria se lo graba a fuego; sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria[3]. Tanto el castigo físico como la culpa moral, son ingredientes del control. Justificado o no, ha de ser entonces el castigo el mecanismo de legislación más eficiente. El Dios padre castiga a sus hijos por su desobediencia, al hacerlo les da la oportunidad de rectificar su camino, de ver en él la benevolencia y el perdón, aunque en ello, en esas pruebas de lealtad, se tenga que sacrificar al hijo, o torturar y mutilar al hereje, de lo contrario, el que no acepta el mandato, es un personaje incómodo que crea ruptura con las prácticas de cohesión que otorgan identidad al grupo social, por ello son amenazas que deben ser redirigidas, de no hacerlo el imaginario sería visto con debilidad y puesto en crisis. Sólo atormentando al hombre con miedos es posible que éste se convenza de la afirmación de la ideología, no sólo porque beneficie al grupo dominante, ya que éste también estará convencido que en sus prácticas está la razón que justifica su crueldad, pues ser cruel es una manifestación de poder que puede ser empleada como acto de enseñanza. Por su parte, aquél que acata fielmente los mandamientos, es reconocido con honor y virtud, pues reafirma el orden prevaleciente y ayuda a la reproducción del mismo.

 

   No se trata de vituperar la autoridad, pues como se ha mencionado, de ella depende la supervivencia, pero cuando los instrumentos de dominio comienzan a ser contraproducentes, al grado de enfatizar las diferencias y afirmar rigurosamente su autoridad mediante la opresión incesante, se convierte en necesidad superarlas. 

 

   II

 

 El modo como surge el carácter de un pueblo –el alma de un pueblo- explica el surgimiento del alma individual. Se imponen una serie de actividades, como condiciones de existencia, a las que se acostumbra; ellas se hacen más estables y penetran más profundamente al convertirse en necesidad. Los pueblos que viven grandes cambios y buscan prosperar en nuevas condiciones, muestran una nueva disposición en sus fuerzas: esto o aquello sobresale y adquiere preponderancia, porque es ahora más necesario para la existencia. Tal es el caso de los movimientos surgidos en el siglo XVIII con las revoluciones burguesas. Las prácticas de dominio ideológico que habían ejercido su poder cerca de mil años, comienzan a caducar. La eticidad de las costumbres que han hecho al hombre calculable, comienzan a ser insuficientes porque ya no corresponden al beneficio de sus necesidades. Es a partir de la ilustración que comienza a surgir con aplomo el canto a la libertad, a la igualdad, a la fraternidad. Las palabras acuñadas por los humanistas del momento, buscan dirigirse a un público cada vez más numeroso. Nunca antes se les habló de igualdad ante la ley humana, pues nunca había existido ya que previamente era concebida por un Dios soberano.

 

   ¿Cómo es que el orden medieval, tan perfectamente diseñado, estaba por caer? Desde el Renacimiento los artistas comenzaron a boicotear la autoridad con bastante astucia, sin embargo, el desarrollo de la ciencia es quien se encarga de asestar los golpes más fuertes al aparato del imaginario colectivo. Nuevas verdades crean también nuevas necesidades, entre ellas la de una identidad distinta que permita movilizar un cambió radical[4]. El sentido de la tierra toma otras dimensiones; el progreso de la técnica es entonces la esperanza del nuevo mundo. La noción de identidad en la era moderna adopta nuevas características, pues es vista como el auto-reconocimiento, la conciencia individual que puede acceder a otro tipo de bien que no requiere implícitamente de un más allá. Para el hombre medieval, todos somos hijos de Dios, por lo tanto todos somos iguales ante Dios –claro, con algunas diferencias que llevaron a guerras, exterminio y persecución- al ser fieles, nuestro reino se encuentra en los cielos, sin embargo, para el hombre moderno, el fruto de un nuevo árbol requiere de abono para que se mantenga sano y fuerte, para ello es necesaria tierra fértil que alimente la raíz -ya no es Dios el que nos hace como iguales ante sus ojos, sino el Estado por medio de las leyes-. La identidad se convierte en una bandera de libertad; en este momento se busca el rescate del individuo, el cual tendrá el valor de un ciudadano perteneciente a fronteras y límites, a su vez a la afirmación de un Yo que le permita identificar, por luces propias, aquello a lo que pertenece. Su guerra no es ya por Dios, sino por la defensa de la dignidad del hombre, de la afirmación del sí mismo, de un humano que afirma lo humano.

 

   El espíritu revolucionario toma en defensa al hombre que no quiere inclinarse, al hombre que ha de rechazar el reino de los cielos y opta por la construcción de la historia desde una perspectiva lógica y aceptable. La voluntad del legislador versa desde El espíritu de las leyes hasta el Contrato social, -el cual fue una especie de Biblia de la Asamblea constituyente previa la revolución francesa- estableciendo así, el ideal del nuevo Estado. En dichas prácticas se produce un movimiento interesante, al liberar al hombre hay que colocarle nuevos grilletes, pues los viejos estaban gastados. El nuevo individuo requiere creer en el orden de una gran sociedad, la cual será modelada y fundada en la voluntad del legislador. La sociedad surgida a partir de la revolución francesa, establece los nuevos ideales de la humanidad, a su vez los nuevos procesos de construcción del individuo. Mil años de historia, de un cristianismo que ha esculpido la identidad del hombre no puede ser borrada, por el contrario, se manifiesta una nueva asimilación, se toma lo útil y benéfico para conservar el nuevo orden, los estandartes de libertad, igualdad, fraternidad, justicia, adquieren simplemente nuevos matices, pues todos ellos, hasta nuestros días, son valoraciones cristianas.

 

   Napoleón comprendió que para la creación de un Estado requería de nuevos instrumentos de control ideológico. Si hay que liberar al hombre de la sinrazón, hay que darle razón por medio de las instituciones que repartirán las enseñanzas de la ciencia, política, filosofía y arte, que afirman la necesidad ineludible del Estado moderno. El oscurantismo es aquello no aceptable, es lo retrograda y lo que no sigue al progreso que presenta el iluminismo.

 

   Posterior al efímero Imperio napoleónico, así como el retorno de las monarquías y el derrocamiento de las mismas, se configuran los Estados nacionales. El sentido de pertenencia de la tierra enmarca el reconocimiento de los límites de sus territorios, los cuales estarán regidos por el Estado legislador y los integrantes de la nación, ahora convertidos en ciudadanos. El sentido patrio toma gran importancia para sostener los vínculos históricos de la especie, sólo con ellos el individuo habrá de retomar la construcción de su identidad y a su vez la expansión y dominio. “A través del himno de la bandera, ella conduce a  la expansión colonial y a la comunidad laboral de las colonias”[5]. Las prácticas de dominio son justificadas por los instrumentos de control ideológico; el amor a la patria, el sentido de pertenencia y de identificación, así como la fuerza colectiva de la masa, es la afirmación del sí mismo. Sensación de poder y superioridad produce el agradable calor de estar estrechados los unos a los otros. No es meramente la lucha por la supervivencia -pues gracias a la técnica y a los altos procesos de producción, se han logrado satisfacer las necesidades primarias- sino generar la constante insatisfacción de querer poseer nuevas necesidades implantadas. Para ello se requiere enfrentar al otro que amenaza contra la felicidad propia. El Estado para mantenerse y reproducirse, se vale de mecanismos cada vez más sofisticados, tanto en la incorporación de necesidades como en la asimilación de nuevos imaginarios: como la igualdad de unos con otros, o que el pueblo manda a través de la democracia, o que todos podemos alcanzar la felicidad si luchamos por ella. Al individuo se le reivindica mientras éste sea útil al fortalecimiento de los lineamientos sociales en pro del Estado legislador. Aquél que no cumpla con las reproducciones afianzadoras, es visto como un detractor: “Un patriota es el que sostiene la república en masa; cualquiera que la combate en detalle es un traidor[6]. Sin embargo, criticar la autoridad es un legado otorgado por la Ilustración. ¿Cómo el Estado rector puede asimilar dicha contradicción?

 

    Siendo que pretende encontrar unidad dentro de lo diverso, el Estado reconoce la individualidad de sus congéneres, como las múltiples expresiones de identidad que en él se desarrollan, suprimirlas sería llevar a la posibilidad de una insurrección. Un Estado débil aplicará la fuerza para condenar a los que afrentan su dominio -por ello es que todo régimen autoritario está condenado a la extinción- pero un Estado fuerte se valdrá de las diferencias y las inoculará a su beneficio: “Todas las revoluciones modernas han contribuido a un reforzamiento del Estado. La de 1789 trajo a Napoleón, la de 1848 a Napoleón III, la de 1917 a Stalin, los disturbios italianos de los años veinte a Mussolini, la república de Weimar a Hitler. Aquellas revoluciones, sobre todo después de la guerra mundial hubo liquidado los vestigios del derecho divino, se propusieron sin embargo, con una audacia cada vez mayor, la construcción de la ciudad humana y de la libertad real”[7]. Para concluir, trataré de describir lo anteriormente citado, sobre como el Estado se constituye y fortifica a partir de las tensiones sociales y la reproducción de identidad.

 

   La historia ha mostrado que la conservación de un pueblo requiere que la mayoría de sus individuos mantengan un sentimiento común por medio de las prácticas de cohesión, las cuales son la causa de identidad y los fundamentos de toda civilización. El planteamiento de principios indiscutibles, o verdades sin discusión, son la herencia de un legado que se transmite por generaciones, en un principio por el castigo y el dolor, posteriormente por hábito, por consecuente se modelan los arquetipos de las creencias comunes. La subordinación del individuo es necesaria para el desarrollo de la cultura; sólo mediante el establecimiento de parámetros, por ejemplo, de lo bueno y lo malo, lo útil o lo inútil, lo placentero y doloroso, se incorporan las valoraciones fijas, y se trascienden por medio de la educación. La conservación del Estado, podría pensarse, requiere de individuos homogéneos, llanos, “unidimensionales”, empero, los instrumentos de control ideológico de un Estado son tan diversos porque reconoce la pluralidad de miembros que lo constituyen, entonces al reconocer las diferencias, necesita clasificarlas de acuerdo a sus necesidades, satisfacer las partes para el beneficio y conservación del todo, pero sin perder los puntos fijos que son la estructura del mismo. Por ejemplo, podemos observar la gran variedad de partidos políticos, cada uno de ellos, ya sean de “izquierda” o “derecha”, justifican la estructura general que los mantiene, son parte de los mismos mecanismos de un sistema establecido. Generar hombres iguales en cuanto a necesidades y pensamientos, llevaría al embrutecimiento paulatino y a la degeneración del Estado. Se requieren los contrastes, puntos divergentes que pongan en marcha el gran motor del funcionamiento general. Los puntos fijos mantienen, mientras una pequeña parte, por ejemplo los intelectuales, que cuestionan y discuten sobre la eticidad de las costumbres, o postulan distintos escenarios de mundos posibles. Ellos son elementos de reblandecimiento que pretende poner en crisis a la estructura dominante. Hablan de la novedad y la diversidad, se niegan al estancamiento que ofrece la estabilidad de los puntos fijos. Si es necesario, serán exterminados, muchas veces no por el Estado, sino por el mismo rechazo de sus compatriotas, ya que al ser una minoría son evidentemente débiles, y al cuestionar los imaginarios sociales como la igualdad, la educación, la fe, las leyes, y todo lo que implica fuerza para el colectivo, provocará que sus principios sean peligrosos y considerados como dañinos. Sin embargo, es probable que de vez en cuando alguna semilla sea arrojada a la tierra.

 

   Dicho de otra manera: podemos imaginar al Estado como un cuerpo vivo, el cual, si es lo suficientemente fuerte, podrá resistir alguna infección y a su vez generar los anticuerpos necesarios para contrarrestar el mal, dicho proceso de asimilación del ente negativo será inoculado y puesto al servicio del fortalecimiento general[8]. La voz reactiva no impugna contra el Estado, sino contra el funcionamiento de éste, vitupera los instrumentos de dominio, señala culpables de toda índole, como a la economía, la razón, la ignorancia, y sin embargo su ejercicio es mantenido por el financiamiento del Estado mismo; si sus obras son influyentes ante la masa suena la alarma, pero como en nuestros días eso es imposible, se les puede inocular con facilidad. Lo duradero es la fuerza de la comunidad que reconoce los arquetipos mediante la creencia y el sentimiento de unidad, por su parte los débiles contribuyen al cambio mediante procesos de inoculación benéfica para el Estado. Otros grupos minoritarios buscan inclusión en los aparatos institucionales del Estado y el reconocimiento de su diferencia con la sociedad. Movimientos indigenistas, feministas, homosexuales, emplean sus fuerzas para que el Estado les reconozca, tratan de reblandecer las estructuras fijas e incorporar nuevas prácticas regidas por un Estado de derecho. La negación y descontento que tiende a cuestionar la autoridad sirve para que ésta se vuelva flexible e incluyente, donde un Estado fuerte podrá incluir las diferencias, pues como se ha mencionado, requiere de la movilidad de los mecanismos que permitan dar un progreso. Cuando se duda de la credibilidad de las instituciones, no se vitupera a la institución en sí, sino a los integrantes que la conforman y vician. Por ello desde la gran Revolución francesa, solamente se han suscitado movimientos de Reforma y no revoluciones.

 

   Cada movimiento social busca reafirmar al Estado, no proponer modelos distintos –la Revolución se proyecta a la humanidad, y los movimientos sociales a la conservación de un modelo fijo y específico con ideologías nacionalistas. Tal es el caso de los sistemas totalitarios, en donde el uso de imaginarios, como de ideologías, son las consignas con que los líderes proceden. Los nazis inventaron la llamada superioridad biológica para definir su identidad, excluyendo a todo mundo y convirtiendo sus instrumentos ordenadores en máquinas brutales. La identidad creada en el nazismo, retoma la idea de la bestia rubia que Nietzsche habla, pero deforman su discurso y lo convierten en una práctica de poder por el poder. El Estado alemán era excluyente en todo sentido, lo cual era viva muestra de la necesidad imperiosa de mantener un tipo fijo de identidad. Los Estados que buscan la unidad dentro de lo diverso, “respetando” y “reconociendo” las diferencias, son más eficaces en la creación de imaginarios, inocularán a los agentes reactores, pues estos no se manifiestan contra el Estado sino que reclaman legislaciones que aprueben su “identidad”, reconociendo así a la autoridad.

 

    La industria cultural, como la implantación de la necesidad del consumo, son muestras claras del embrutecimiento paulatino a la que todos estamos expuestos. Nadie vitupera los beneficios de la técnica, ni de los sistemas de producción, por el contrario, se ensalza con orgullo el progreso y se ve nuestro tiempo como la consumación de la historia. Nuestra cultura material justifica la dominación desde su carácter ideológico y se reproduce por medio de las experiencias concretas en el acceso a la comodidad y el lujo: el ideal burgués. Este sueño lleva tras de sí la propia aniquilación del individuo, pues las valoraciones reproducidas están dentro de los aparatos de producción y utilidad. Ya no existen los grandes relatos de guerreros, en donde el valor y la osadía eran virtudes, ahora el “valor” es una cuantificación de de uso y de cambio. Nuestra sociedad, tan orgullosa y segura de sí misma, es temerosa ante lo que no se encuentre en el conjunto, pues todo lo que no pertenece a su dominio es puesto en duda y descalificado inmediatamente. Entre más miedo se provoque mayor será la excitación de la masa, la cual será capaz de cometer los actos más irracionales y bestiales. Ya sea por asesinatos colectivos, perfectamente delineados, o por ejércitos sofisticados en contra de los grandes villanos de la humanidad. La constante represión crea excitabilidad que puede desembocar en la propia aniquilación de unos con otros, y a la desaparición de los individuos, y si estos no existen, tampoco podría haber sociedad o Estado alguno. Por ende, es necesaria la actividad de las minorías que emblandecen los puntos fijos.

 

   Si se ha de querer mantener la estructura de un Estado, habrá que limitar el poder de las prácticas de la razón instrumental. Tal como lo muestran Adorno y Horkheimer, en su dialéctica de la ilustración, la razón se emplea como instrumento de dominio mediante prácticas sofisticadas de control. El uso desmedido de la razón es la aproximación a la locura; si la razón no se pone a crítica y en crisis a sí misma, ésta será el sueño que produce monstruos, y en lo referente a nuestro tema, un Estado insaciable que considera a la enajenación como identidad. 

 

   Pero todo lo anterior no son más que supuestos, pues la identidad es algo que asumimos en lo inmediato y damos por hecho sin cuestionamiento alguno. Es ella la bella imagen de la que estamos enamorados, y como tal, se le ama como a una mujer que inspira dudas.

 

 

 

 

 

 

 

 

Bibliografía

 

Adorno, Theodor. Dialéctica de la ilustración. Ediciones Akal. Madrid 2007.

 

Camus, Albert. El hombre rebelde. Alianza Editorial. Madrid, 2008.

 

Marcuse, Herbet; Eros y civilización. Joaquín Mortiz Editorial. México, 1953.

 

Nietzsche, Federico. La genealogía de la moral. Alianza Editorial. Madrid, 2005. 

 

 

 



[1] Marcuse, Herbet; Eros y civilización. Joaquín Mortiz Editorial. México, 1953.
[2] Ibídem
[3] Nietzsche, Federico. La genealogía de la moral. Alianza Editorial. Madrid, 2005. 
[4] Aclaro que no refiero a la identidad como la creación de unos cuantos, sino como el amalgamiento de una serie de prácticas que involucran a todos los participantes de una sociedad.
[5] Adorno, Theodor. Dialéctica de la ilustración. Ediciones Akal. Madrid 2007.
[6] Camus, Albert. El hombre rebelde. Alianza Editorial. Madrid, 2008.
[7] Ibídem
[8] Si se considera que las humanidades son inútiles y un peligro para el Estado, es entendible entonces el por qué no han desaparecido, y aunque se encuentren en peligro de extinción, dudo que sean exterminadas, pues de hacerlo el Estado mismo se debilitaría.

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