Fuentes
del liberalismo en México
Orlando Ruedas Mendoza
Introducción
Este
trabajo forma parte del proyecto de investigación que realizo dentro del
Programa de posgrado para obtener el grado de Doctor en Filosofía bajo la
tutoría del Dr. Ambrosio Velasco Gómez, cuyo eje principal gira en torno de la
polémica sobre la nación entre el liberalismo republicano y el liberalismo
conservador en México a finales del siglo XIX.
Aquí
me proponga analizar brevemente las primeras expresiones liberales en México y
de ubicarlas en un contexto general. El objeto de este trabajo será, una vez
que concluya mi investigación en torno al pensamiento de José María Vigil, estar
en posibilidad de confrontar las diferentes posturas del liberalismo en México
ubicándolas en sus respectivas tradiciones.
1. El liberalismo económico
Las
bases del liberalismo económico pueden ser definidas de modo muy puntual a
partir de lo que, en términos generales, se colige de la obra “Investigación
sobre la naturaleza y causas de la riqueza de la naciones” (1776) del filósofo
y economista escocés Adam Smith; a saber: el fundamento del bienestar social
depende en buena medida del desarrollo económico alcanzado mediante la libre
competencia y la división del trabajo.
La
libre competencia se refiere a minimizar en lo posible la intromisión del
Estado en los asuntos comerciales entre particulares, fungiendo acaso como árbitro
para garantizar la igualdad de las condiciones bajo las que se celebran dichos
negocios e impidiendo los monopolios a fin de procurar una competencia justa. En
ese sentido las tasas impositivas deberán reducirse al mínimo y, de igual modo,
deben evitarse cualquier tipo de regulaciones, manipulaciones y subsidios.
Sobre
la división del trabajo, explica Adam Smith, es un fenómeno que se desprende de
la industrialización. Los trabajadores son asignados en alguna de las
diferentes áreas de producción de las fabricas para desarrollar alguno de los
múltiples procesos necesarios para la elaboración de cierta mercancía, de este
modo el obrero alcanza un alto grado de especialización en su materia; Smith
advierte que esa especialización actúa en detrimento de las capacidades potenciales
del ser humano,
Un
hombre que gasta la mayor parte de su vida en formar una o dos operaciones muy
sencillas, casi uniformes en sus efectos, no tiene motivos para ejercitar mucho
su entendimiento, y mucho menos su invención para buscar varios expedientes con
que remover diferentes dificultades que en distintas operaciones pudieran
ocurrirle. Casi viene a perder el ejercicio de aquella potencia y aun se hace
generalmente estúpido e ignorante cuanto cabe en una criatura racional. La
torpeza de su entendimiento no sólo le deja incapaz del gusto de una
conversación y trato racional, sino de concebir sentimientos nobles y
generosos, así como de formar aún una justa idea y un juicio sólido de las
obligaciones de la vida privada.[1]
Sin
embargo esas consecuencias negativas en lo particular son compensadas en lo
colectivo por la gran diversidad de ocupaciones y oportunidades para el desarrollo
que ofrece un país con un alto grado de avance industrial y comercial, cito:
Evidentemente
que en semejantes sociedades [que comúnmente se llaman bárbaras] ningún hombre
puede adquirir aquella finura de pensamientos que algunos de ellos poseen en
las naciones cultas y civilizadas, porque si bien en una sociedad ruda y
grosera hay mucha más variedad en las operaciones de cada individuo, en las del
todo o del público no la hay. No existe un hombre que no pueda hacer lo que
cualquiera de los otros efectúa regularmente. Cada cual tiene cierto grado
bastante considerable de conocimiento, ingenio e invención, pero ninguno lo
tiene en gran manera, y aquella porción de suficiencia que posee es
generalmente bastante para conducir los pequeños y groseros intereses de su
sociedad. En un estado civilizado, por el contrario, aunque hay muy poca
variedad en las ocupaciones individuales de cada miembro, es inmensa la que se
verifica en el todo de la sociedad. Estas distintas ocupaciones presentan
variedad casi infinita de objetos a la contemplación de los que no abrazan una
en particular, si tiene oportunidad e inclinación de examinar los diferentes
ejercicios de tan gran número de gentes. La contemplación de tal diversidad de
objetos ejercita sus entendimientos con comparaciones y combinaciones sin
término, y les hace agudos y perspicaces hasta un grado extraordinario.[2]
Además,
en los países desarrollados la degeneración sobre la conciencia o las
capacidades de los ciudadanos producto de la especialización deberá ser
corregida por el Estado mediante la educación. Una instrucción esmerada,
inclusive obligatoria, durante la infancia de la gran masa del pueblo que poco
tiempo tendrá posteriormente para dedicarse al estudio puesto que deberá
internarse al mundo laboral a fin de satisfacer sus necesidades más básicas, a
diferencia de las clases privilegiadas que disponen de los recursos suficientes
para alcanzar estudios superiores.
La
torpeza de su entendimiento […] Tal es el estado en que no puede menos incurrir
un pobre trabajador, que equivale a decir la mayor parte del pueblo, dentro de
una sociedad adelantad y culta, a no tomarse el Gobierno el trabajo de
precaverlo con el desvelo de la enseñanza […] La educación, pues, del común del
pueblo, requiere acaso más atención en una sociedad civilizada que la de las
gentes de alguna jerarquía o fortuna […] Aunque el pueblo común nunca puede en
una sociedad civilizada ser tan instruido como las gentes de alguna jerarquía y
fortuna, las partes más esenciales de la educación, como son la instrucción en
los principios de la religión, leer, escribir y contar, pueden adquirirse en la
más tierna edad aun por aquellos que se destinan a las ocupaciones más
humildes…[3]
La
educación, además, redundará ganancias para el Estado en cuestiones de suma
importancia. Un ciudadano con una instrucción elemental será considerablemente
menos susceptible de dejarse seducir por la superstición, se podrá fomentar en él
amor y respeto por la patria y, consecuentemente, tendrá una menor propensión a
la sedición y será más apto para dominar la disciplina castrense para la
defensa de su país.
Lo
mismo puede decirse de aquella crasa ignorancia y estupidez que parece
obscurecer en una sociedad civilizada a los entendimientos entorpecidos de la
clase común del pueblo. Un hombre, sin el uso legítimo de las potencias
intelectuales de tal, es más despreciable, si cabe, que un cobarde: mutilado y
deforme en una parte todavía más esencial del carácter de la naturaleza humana.
Aun cuando el Estado no obtuviese ventaja positiva de la instrucción de las
clases inferiores del pueblo, merecería su atención el que no fuesen enteramente
estúpidas e ignorantes; pero nadie duda que el Estado saca considerables ventajas
de la instrucción de aquellas gentes. Cuanto más instruidas están, se hallan
menos expuestas a las ilusiones, al entusiasmo y a la superstición que la
credulidad de unos y la ignorancia de otros introducen, con cuentos y fábulas
que desdoran la Santa Religión, ocasionando los más terribles desordenes. Fuera
de esto, un pueblo inteligente e instruido será siempre más ordenado, más
decente y más modesto que uno ignorante. Cada uno de por sí se considera más
respetable y más acreedor a que los superiores tengan con él ciertos
miramientos, y ellos por lo mismo están más dispuestos a respetar debidamente a
los superiores. Son más capaces de penetrar los daños de una sedición y los
parciales clamores de una facción que pretenda seducirles, mejor inclinados, en
consecuencia, a no atropellar sin conocimiento y precipitadamente las sabias
máximas de un Gobierno. Todas estas ventajas y otras muchas se siguen
infaliblemente de los principios de una buena educación.[4]
Las
premisas del liberalismo económico aplicadas a la dimensión social, es decir,
la no intromisión del Estado o de cualquier grupo de poder en la conducta
privada de los ciudadanos y de sus relaciones interpersonales, siempre y cuando
se mantengan en plena observancia de la ley, garantizándoles libertad de
expresión, de culto, de prensa, de circulación… constituyen en su conjunto el
núcleo de los ideales liberales. El liberalismo, pues, caracterizado por procurar
la igualdad entre los ciudadanos dentro de un marco jurídico legitimado por un
Estado de derecho, que respete y haga valer las libertades civiles y se comprometa
a salvaguardar la seguridad de sus gobernados, representa, sin duda, una
alternativa real en contra del despotismo. Una alternativa en contra de
cualquier régimen que abuse del poder que le confieren los ciudadanos y se regocije
en el derroche y la ostentación. Sin embargo, por la flexibilidad que existe
para la interpretación de las libertades civiles o, inclusive, para la misma
definición de la libertad, se desarrollan en torno de la ideología liberal
diferentes corrientes que defienden posiciones a veces irreconciliables. Por
ejemplo, para algunos liberales como Montesquieu es deseable la mayor
austeridad de los gobernantes puesto que el lujo está en proporción con el
desnivel de las fortunas; así lo explicaba en el capítulo primero del libro VII
de su obra El espíritu de las leyes
(1748):
Si
en un Estado se hallan las riquezas, no habrá lujo en él; porque el lujo
proviene de las comodidades que logran algunas a expensas del trabajo de los
otros […] Para que las riquezas estén y se mantengan igualmente repartidas, es
necesario que la ley no consienta a ninguno, más ni menos que lo preciso para
sus necesidades materiales. Sin esta limitación, unos gastarán, otros irán
adquiriendo, y tendremos la desigualdad.
Y
en el siguiente capítulo decía:
He
dicho que en las repúblicas donde las riquezas estén igualmente repartidas no
puede haber lujos; y, como se ha visto en el libro quinto que la equidad en la
distribución de la riqueza es lo que hace la excelencia de una república, se
deduce que una república, es tanto más perfecta cuanto menos lujo haya en ella.
Por
el contrario para Adam Smith es necesario que el gobernante goce de un nivel de
vida opulento en contraste con el resto de la población para reafirmar su
“dignidad”, como se verifica en la siguiente cita:
En
una sociedad opulenta y adelantada, donde todas las diferentes clases del
pueblo crecen cada día en ostentación y costoso porte de sus casas, en sus
trenes, sus mesas, sus vestidos, sus equipajes, no debe pretenderse que sea
sólo el Soberano quien haya de sostener una medianía, contrarrestando con el
lucimiento de todos los particulares. Por tanto, en esta situación, sus gastos
han de ser proporcionalmente mayores en todos los aspectos, pues su dignidad
así lo exige ante las circunstancias.
Y
del mismo modo que, en cuanto se refiere a la dignidad, debe un monarca sobresalir
entre sus vasallos, cual ningún principal magistrado de un república sobre sus
conciudadanos, así también se necesitan mayores expensas para sostener el
decoro de aquella dignidad.[5]
Aunque,
cabe mencionar, que el mayor peso de esas expensas debe recaer sobre las clases
más acaudaladas a fin de no provocar un gravamen más lesivo en las otras; así
lo explica Smith refiriéndose a las cuotas por portazgo:
Cuando
este impuesto excede algo de la proporción del peso en los carruajes de mero
lujo, como coches, sillas de posta, etc., con respecto a los que son de
necesidad, como los carros y otros portadores de géneros de uso indispensable,
se consigue que la indolencia y vanidad del rico contribuya del modo más suave
al alivio del pobre, haciendo así más barata la conducción de los efectos de
peso a todos los contornos del país.[6]
Adam
Smith también aborda el tema de la política exterior; si bien en la política
económica interna es muy enfático en señalar que debe prevalecer la equidad y
el gobierno debe mantenerse al margen de las relaciones mercantiles, respecto
al comercio internacional, por el contrario, el Estado debe velar por la
seguridad de los connacionales que invierten sus recursos en países ajenos o
dependientes, especialmente en los menos desarrollados, pues los intereses particulares
se convierten en intereses comunes de la nación:
Algunos
ramos particulares del comercio que se gira con naciones incultas y bárbaras
necesitan de especial protección. Muy poca o ninguna seguridad daría a los
comerciantes que trafican en las costas occidentales del África una simple
casa-almacén o factoría. Para defenderlos de los naturales y de sus bárbaras
costumbres, es necesario que el lugar en que se depositen las mercaderías esté
en cierto modo fortificado.[7]
Esta
diferencia entre la política económica interior y la exterior, por un lado
liberal y por otro proteccionista, que lleva el liberalismo desde sus primeras
expresiones, y que se justifica bajo los criterios del modelo Estado-nación
europeo, podría sugerir una posible explicación a las ingentes complicaciones que
tuvieron los pobladores de los territorios americanos ocupados por las
metrópolis europeas cuando, luego de sus respectivas independencias, intentaron
asimilarse a dicho modelo. Recordemos el énfasis que Justo Sierra hace al
señalar a la “verdadera familia nacional”, refiriéndose a la burguesía
dominante simbolizada por el constructo ideológico denominado mestizo; pues aunque se presentaba bajo
un discurso incluyente y homogenizador, lo cierto es que en la práctica
terminaba por excluir y marginar a los diversos grupos étnicos originarios y a
los colectivos de extranjeros no asimilables que cohabitaban en el territorio
nacional. Bajo esta lógica la libertad, la propiedad, la igualdad y la
seguridad, estaban reservadas para los “nacionales”, mientras que los “otros”
representaban a esos bárbaros incultos que amenazaban constantemente tanto las
libertades civiles como el progreso de México.
2.
El
Federalista
3.
El
liberalismo en México
El
liberalismo fue prontamente adoptado como ideología en el México independiente para
hacer frente al conservadurismo. Éste último caracterizado, a grandes rasgos, como
la propuesta política de los grupos que en cierto modo conservaron privilegios arraigados
desde la época colonial. Estos grupos estaban formados principalmente por el
alto clero, algunas familias acaudaladas y los altos mandos militares que
consolidaron su poder luego de la gesta independentista.
Uno de los más connotados ideólogos del liberalismo mexicano fue José María Luis Mora. En el credo liberal de Mora es posible anticipar los postulados que eventualmente defenderán algunos de los liberales de fines del siglo XIX, incluso de los positivistas mexicanos.[8]
El
pensamiento político de Mora puede ser definido como un liberalismo constitucionalista,
como lo señala la Dra. Rovira.[9] El
conjunto de leyes fundamentales son la verdadera garantía para que el Gobierno
respete y haga valer las libertades civiles de los ciudadanos; las cuales consisten
básicamente en “liberad, propiedad, seguridad
e igualdad”.[10]
La supeditación irrestricta del ciudadano a la ley, condición necesaria para
hacer valer el estado de derecho, afirmaba Mora, coloca en un frágil equilibrio
la relación entre el soberano y el súbdito que puede pasar de la sumisión a la
esclavitud, de ser un “gobernado” a ser un “poseído”:
El
estado de súbdito es el de gobernado, el de esclavo, de poseído y es inmensa la
distancia que separa tan opuestas condiciones. ¿Qué es pues ser poseído? Es
estar entera y absolutamente a disposición de otro y dependiente de su
voluntad. ¿Y qué es ser gobernado? Es ser protegido contra todo género de
agresiones, reprimido uno mismo cuando las comete y obligado a concurrir a los
medios de evitarlo. Cualquier otro sacrificio que se exija de parte del
ciudadano y cualquier otro influjo que pretenda tener el Gobierno sobre su
persona, es un acto de opresión y tiranía.[11]
Por
ello es necesario para la conservación de la sociedad, agrega Mora:
[…]
que toda autoridad, sea de la clase que fuere, tiene límites en el ejercicio de
sus funciones, dentro de los cuales debe contenerse y que ni al pueblo ni a sus
representantes les es lícito atropellar los derechos de los particulares, a
pretexto de conservar la sociedad, puesto que los hombres, al instituirla, no
tuvieron otras miras, ni se propusieron otro fin, que la conservación de su libertad, seguridad, igualdad y propiedades y no ceder estos derechos a
favor de un cuerpo moral que ejerciese amplia y legalmente la tiranía más
despótica sobre aquellos de quienes había recibido este inmenso y formidable
poder.[12]
Ese
límite no es otro que el de la ley. En este sentido el concepto de libertad
civil es entendido como “la facultad de hacer sin temor de ser reconvenido ni
castigado todo lo que la ley no prohíbe expresamente”.[13]
La
Constitución, que no es otra cosa que “las reglas prescritas por la sana
razón”,[14] tiene
como fin último procurar la felicidad de los ciudadanos mediante el
cumplimiento de las libertades civiles antes señaladas. El antecedente directo
de estas consideraciones de Mora está en Montesquieu, quien escribía en el
capítulo III del primer libro de la obra antes citada:
La
ley, en general, es la razón humana en cuanto se aplica al gobierno de todos
los pueblos de la Tierra; y las leyes políticas y civiles de cada nación no
deben ser otra cosa sino casos particulares en que se aplica la misma razón
humana.
Cuando
estas circunstancias no se cumplen, advierte Mora, indefectiblemente
sobrevendrá la emancipación:
Escarmentad
pues, oh vosotros los que presidís a los destinos de los pueblos. Hay un
momento en que, apurando el sufrimiento de éstos los hace romper como un
torrente, que despedaza, destruye y arrastra tras sí todo lo que antes contenía
su fuerza y refrenaba su espíritu. Si vosotros abrís algún portillo en las
barreras legales, por él se precipitará esa masa inmensa, que no seréis
bastantes a resistirla”.[15]
Mora
señala dos tipos de revoluciones; una en la que el pleno conocimiento de las
necesidades de la nación por parte de los implicados, les provee un fin común y
se lanzan juntos en busca de él. Una vez obtenido el objetivo prevalece la paz
y se encaminan hacia la prosperidad; estas son, dice Mora, “la revoluciones
felices”. Pero hay otras que son consecuencia de un descontento generalizado
producto de tantas causas que se vuelven casi indiscernibles. Estas son las que
realmente le preocupaban a Mora. Las revoluciones emprendidas sin un fin bien
determinado, generan un ciclo de pugnas y desgracias que abre el camino hacia
el autoritarismo:
Cuando
los hombres piden a gritos descompasados la libertad sin asociar ninguna idea
fija a esta palabra, no hacen otra cosa que preparar el camino al despotismo,
trastornando cuanto puede contenerlo.[16]
Una
vez extendido el descontento, surgen de entre la masa nuevos líderes que
capitalizarán los furores del pueblo; hombres que, a juicio de Mora, se
destacan por su valentía que los arroja a dejar todo por la patria, pero que
carecen de las cualidades de las clases superiores:
Pronto
se presentan en la escena hombres de un carácter nuevo, por la mayor parte
educados en una clase inferior y no acostumbrados a vivir en aquella especie de
sociedad que suaviza el carácter y disminuye la violencia natural de la
vanidad, civilizándola constante y moderadamente. Esta clase de hombres
envidiosos y encarnizados contra todo género de distinción que da superioridad,
y a la cual llaman aristocracia, apechugan
con las doctrinas y teorías más exageradas, tomando a la letra y sin las
modificaciones sociales cuanto ciertos libros dicen sobre libertad e igualdad. Con
estos nombres honrosos cubren sus miras personales que acaso ellos mismos no
conocen claramente.[17]
A
la postre, agrega Mora, las revoluciones de los pueblos terminaran sirviendo a
los intereses particulares de estos hombres, quienes nunca dejaran de intentar cubrir
de razón sus acciones y argumentos.
La
“aristocracia” a la que se refiere Mora es a la que, según él, verdaderamente
conciernen los asuntos de la Nación, pues es la única capaz de interpretar con
la luz de la razón sus particularidades y necesidades, y es de la que
dependería que México entrara en el camino del orden y el progreso. De acuerdo
con Leopoldo Zea en José María Luis Mora se hace patente la ideología de la
clase a la que Justo Sierra daría el nombre de “burguesía”:
En
esta clase, cuyo portavoz es Mora y más tarde lo será Barreda, puede verse a la
clase que Sierra denominó burguesía […] Se trata de una clase amante del orden,
que no ve en la revolución sino un medio inevitable para obtener el orden que
proteja sus intereses. Esta clase ha visto con cierta repugnancia el movimiento
de independencia de México, porque este ha causado graves trastornos y dado
origen a una clase enemiga de todo orden: la milicia o caudillaje. “Se puede
asegurar sin temor a equivocarse ―dice Mora―, que ningún hombre medianamente
acomodado, por mucho que fuese su afecto a la independencia, deseaba la entrada
de Hidalgo en México.” Y en otra parte nos dirá el mismo Mora: “La revolución
que estalló en septiembre de 1810 ha sido tan necesaria para la consecución de
la independencia como perniciosa y destructora del país.”[18]
Esta
clase representaba la “marcha política del progreso”. Estaba formada por
hombres que veían en el poder público un instrumento al servicio de los
ciudadanos o “civiles”. Sus objetivos inmediatos eran:
[…]
la ocupación de los bienes del clero;
la abolición de los privilegios de esta clase y la milicia; la difusión de la educación
pública en las clases populares, absolutamente independiente del clero; la
supresión de los monacales; la absoluta libertad de opiniones, la igualdad de
los extranjeros con los naturales en derechos civiles y el establecimiento del
jurado en las causas criminales.[19]
En
contraste, la “marcha política del retroceso”, la constituían aquellos que se
esmeraban en abolir los pocos logros alcanzados respecto de los fines
anteriores. Esta fuerza reaccionaria la conformaban el clero y la milicia. Bajo
su mandato el poder se convertía en un instrumento al servicio, no del pueblo,
sino de sus propios intereses.
Es
claro que para Mora había dos grupos enemigos de la Nación: los conservadores y
las clases inferiores. Cada uno a su manera significaban el retroceso. Los
primeros sirviendo a sus propios intereses y los segundos imposibilitados para intervenir
activamente en el progreso y en la conducción del país. La doctrina de José
María Luis Mora, como lo señala Leopoldo Zea, es la ideología de un grupo, de
una élite, que, también, velaba por sus íntimos intereses.
4.
Liberalismo
y positivismo en México
Leopoldo
Zea en el primer tomo de su obra “El positivismo en México” (1943), analiza con
detalle las relaciones amistosas y familiares que sirvieron de puente para que las
mentes de Benito Juárez y Gabino Barreda[20]
se reunieran con el fin de que éste último fuera designado para llevar a cabo
la reforma educativa que permitiría establecer definitivamente sus ideales
comunes como la corriente ideológica oficial bajo la cual se edificaría la
educación de los mexicanos. Pero el hecho más determinante fue la “Oración
cívica” que Barreda pronunciara en Guanajuato el 16 de septiembre de 1867. En
ella Barreda da a conocer a los mexicanos una doctrina sustentada en la
interpretación científica de la realidad; mediante ella propone el inicio de
una nueva época en la historia de México, una época de paz y de orden. Para realizar
efectivamente los ideales sostenidos por los independentistas, aseguraba
Barreda, era necesario superar el estado de convulsión y anarquía que imperaba
en el país; el positivismo ofrecía los fundamentos conceptuales para llevar a
cabo dicha tarea. El gran error de los primeros liberales había sido la
carencia de un marco teórico que dirigiese la acción:
Un
partido, animado tal vez de buena fe, pero esencialmente inconsecuente,
pretendió extinguir esa lucha y de hecho no logró otra cosa que prolongarla;
pues, por falta de una doctrina que le sea propia, ese partido toma por sistema
de conducta la inconsecuencia, y tan pronto acepta los principios retrógrados
como los progresistas, para oponer constantemente unos a otros y nulificar
entrambos. Proponiéndose, a su modo, conciliar el orden con el progreso, los
hace en realidad aparecer incompatibles, porque jamás ha podido comprender el
orden, sino con el tipo retrógrado, ni concebir el progreso, sino emanado de la
anarquía, teniendo que pasar mientras gobierna, alternativamente y sin
intermedio, de unos partidos a otros.[21]
Juárez
no dudó que esa novedosa doctrina, claramente anticlerical, era afín con su
movimiento reformista. Los altos clérigos católicos, decía Barreda, “semejantes
al Cervero de la fábula, se dejaron adormecer por el encanto de las nuevas
ideas y dejaron penetrar en el recinto vedado al enemigo que debieran
ahuyentar”.[22]
En vano intentaron luchar en contra de la ciencia y precipitaron su descrédito.
En cuanto a la política, señalaba Barreda, el dogma de la soberanía popular no se
construyó explícitamente sino durante la independencia holandesa, dogma que ha
venido a ser el artículo primero de las constituciones de los países
civilizados y que muestra inequívocamente la caducidad de un sistema tiránico
como el español. Por último, afirma Barreda, el tema de la igualdad social que
deviene de la soberanía popular, es completamente contrario con los privilegios
del clero y de la milicia. Para superar, pues, ese sistema caduco era necesaria
una triple emancipación:
Emancipación
científica, emancipación religiosa, emancipación política: he aquí el triple
venero de ese poderoso torrente que ha ido creciendo de día en día, y
aumentando su fuerza a medida que iba tropezando con las resistencias que se le
oponían; resistencias que alguna vez lograron atajarlo por cierto tiempo, pero
que siempre acabaron por ser arrolladas por todas partes, sin lograr otra cosa
que prolongar el malestar y aumentar los estragos inherentes a una destrucción
tan indispensable como inevitable.[23]
Las
condiciones estaban dadas, México tenía la gran oportunidad de sumarse a la
historia de las civilizaciones progresistas; libertad, orden y progreso serían las
máximas del gobierno: “la libertad como medio; el orden como base y el progreso
como fin”.[24]
El secreto del éxito dependería de la “correcta” interpretación de la libertad
―haciendo honor a los ideales del partido liberal al que pertenecía― y del
equilibrio y coordinación entre las premisas de orden y progreso.
Que
en lo sucesivo una plena libertad de conciencia, una absoluta libertad de
exposición y de discusión, dando espacio a todas las ideas y campo a todas las
inspiraciones, deje esparcir la luz por todas partes y haga innecesaria e
imposible toda conmoción que no sea puramente espiritual, toda revolución que
no sea meramente intelectual. Que el orden material, conservado a todo trance
por los gobernantes y respetado por los gobernados, sea el garante cierto y el
modo seguro de caminar siempre por el sendero florido del progreso y de la
civilización.[25]
Como
bien lo hace notar Leopoldo Zea, Barreda, inteligentemente, agregó al lema de
Comte, orden y progreso, la divisa de
la libertad. Pero, “para ser
consecuentes con su ideología, los positivistas habrían de dar al concepto de
libertad un sentido que no era el que tenía para los liberales”.[26]
Según Barreda la autoridad del Estado se ejercía sobre el orden material,
dejando al arbitrio de los ciudadanos el orden individual o espiritual. Es
decir, el sujeto era libre de ejercer su espiritualidad bajo el dogma o credo
que decidiese siempre y cuando sus prácticas no infringieran la ley. Por eso
mismo el estado debería mantenerse al margen de cualquier credo, su competencia
radicaba en el orden material exclusivamente, debería ser un estado laico.
Pero, como lo señala el mismo Zea, cuatro años antes de su famoso discurso en Guanajuato, Gabino Barreda explicó con mucho mayor detalle su interpretación de la libertad en un artículo publicado en El Siglo Diecinueve titulado “De la Educación Moral”. En él Barreda exigía del gobierno atender la educación moral de los ciudadanos; sin embargo para Barreda la moral no implicaba algún dogma religioso, de acuerdo con su formación comtiana la explicaba en términos fisiológicos. Decía, así como cualquier otro órgano del cuerpo que se ejercite se robustecerá y aquel otro que no se ejercite se atrofiará, del mismo modo la repetición constante de los actos altruistas y simpáticos alejará a los individuos de los actos destructores y egoístas, generando en ellos una conducta moralmente buena. La moral, pues, es susceptible de educación. En la premisa de la educación laica enarbolada por el positivismo mexicano hay también una intención por incidir en la conciencia moral de los ciudadanos, en el orden individual; así lo expresaba Leopoldo Zea: “Como se ve, Barreda y con él los principales positivistas mexicanos tratan de invadir también el terreno que parecía habían dejado a la libertad según el concepto liberal”.[27]
De
este modo el positivismo entró también en pugna con el ala liberal que defendía
la interpretación de la libertad en el sentido del “dejar hacer” ―identificados
como jacobinos. Según Barreda la
libertad no es incompatible con el orden si entendemos que ésta consiste, tanto
en los fenómenos orgánicos, como inorgánicos, “en someterse con entera plenitud
a las leyes que los determinan”.[28]
Barreda lo explica con un ejemplo de la física; cuando un cuerpo cae de una
determinada altura sin ninguna interrupción, se dice que cae libremente. Así, el hombre sigue libremente sus impulsos morales hacia el
bien o hacia el mal sin distingo; por ello el gobierno debe, mediante la
educación, conducir al ciudadano hacia los impulsos buenos y obstaculizar los
malos. En último término la libertad está sometida al interés de la sociedad en
general. El “dejar hacer” natural o la “libertad egoísta” de los individuos
debe someterse al orden social; “El individuo puede pensar lo que quiera pero debe obrar
conforme al interés de la sociedad. Se puede tener las ideas que se quiera, lo
que no se puede hacer es estorbar con tales ideas la libre marcha de la sociedad”.[29]
Bajo
este concepto de moral, independiente totalmente de la práctica religiosa, no
solamente los positivistas marginaban al clero de los asuntos del estado, sino
también se armaban en contra de los liberales que sostenían ideales clásicos,
arguyendo que eran ideales metafísicos como lo veremos más adelante con las
disputas entre Sierra y Vigil. Los positivistas se vieron obligados a adecuar
su doctrina a la circunstancia mexicana con respecto a la religión. Si bien el
liberalismo clásico es tolerante con la religión, no así el positivismo
comtiano. Para este último, la religión, en este caso la católica, forma parte
de uno de los estados previos de los pueblos, a saber, el teológico. Estado que debe de ser superado para dar paso al estado positivo en el que la razón y la
ciencia prevalecen sobre la superstición (Comte llegó a proponer la
instauración de una religión basada en la razón). Estaban convencidos del
peligro que entrañaba el clero, que había hecho de la administración de las
promesas salvíficas la fuente de un poder político. Sin embargo, ellos sabían
que una campaña en contra de la religión católica se interpretaría como un
atentado en contra de la fe del pueblo, desatando cruentas batallas y la
animadversión del grueso de la población. Condiciones indeseables para un
gobierno que anhelaba la paz, el orden y, sobre todo, la sumisión incondicional
de sus gobernados. Por ello, tuvieron que tomar una postura moderada frente a
la religión, que les permitiera desarticular el poder del clero pero tolerando
la libertad de credo de los mexicanos. Ese parece ser el sentido original del
laicismo nacional.
Otro
aspecto sumamente importante que se advierte del artículo de Barreda es la
importancia que la educación pública tuvo para los positivistas. La
masificación de la educación, independientemente de su contenido doctrinario, como
hemos visto, y es bien sabido, es un dogma liberal, que si bien cuando se
implementa como política de gobierno siempre va acompañado de un discurso demagógico
y populista (como una prebenda que el buen gobierno otorga al pueblo), lo
cierto que en el fondo obedece a medidas estratégicas de las que se esperan beneficios
en el mediano y largo plazo. Tal y como lo vimos con Adam Smith, también Mora,
Barreda y Juárez vieron en la educación pública un medio para incidir en la
conciencia de los gobernados y, así, moderar sus conductas. Como lo señala
Leopoldo Zea: “La importación del positivismo a México no tiene su explicación
en una mera curiosidad cultural o erudita, sino en un plan de alta política
nacional”.[30]
En
resumen podemos decir que los ideólogos mexicanos se vieron obligados a adaptar
su propuesta positivista a las particularidades del pueblo mexicano. El
fortalecimiento de la figura del ejecutivo era una de las principales
necesidades del Estado para hacer posible la gobernabilidad del país,
profundamente dividido tanto en el terreno político como en el social. En ese
aspecto la interpretación de la doctrina positivista justificaba la
constricción de las libertades civiles a las necesidades superiores de la
nación, por supuesto bajo los criterios del Soberano. Por otro lado, la
laicidad de la educación pero sobretodo la determinación del Estado laico era
menester para consolidar el poder del gobierno y para evitar la influencia del
alto clero ―sus rivales políticos― en los destinos del país. Pero aventurarse a
controlar las creencias religiosas de un pueblo tan proclive al apego
irrestricto a su fe, hubiera ocasionado, además de confrontaciones cruentas, una
antipatía generalizada en su contra. De esta manera el positivismo tenía que
adaptarse a la singularidad del país, es decir, con una particular
interpretación de las libertades civiles planteadas por el liberalismo y,
además, tolerante con la religión dominante. Un positivismo acorde con “la
circunstancia mexicana” como lo señala Leopoldo Zea, o bien, como lo demostró
prontamente José María Vigíl, los autonombrados positivistas mexicanos nunca
fueron cabalmente positivistas.[31]
5.
Evolución
del liberalismo en México
La
doctrina positivista influyó determinantemente en el discurso de una facción del
grupo liberal y, asimismo, profundizó las diferencias con los defensores del
liberalismo clásico. La primera se obcecó en defender su filiación al
positivismo endémico porque resultaba idóneo a sus intereses de grupo, mientras
que la segunda se ocupó de defender el liberalismo clásico y refrendó su
vocación republicana y democrática.
Respecto
de la primera línea, la positivista, podemos identificar dos posturas; una que
se mantuvo fiel a sus postulados inclusive ya entrados en pleno siglo XX, como
lo podemos constatar con el texto de Francisco Bulnes de 1920, El verdadero Díaz y la revolución, en el
cual le reclama a Porfirio el haber dado aliento a la revuelta:
Las
tribus rurales eran analfabetas, pero el general Díaz autorizó las jiras
oratorias, la predicación de la guerra santa, las peregrinaciones demagógicas
estruendosas, la organización de clubs convulsionantes, la cátedra a los
adultos por maestros de escuela bolchevistas, los sermones de presbíteros
protestantes incrédulos de su religión, la gresca política en las pulquerías y
tabernas, la maldición del régimen social vigente. En los Estados de Morelos,
Sinaloa y Yucatán. Durante las elecciones de gobernadores, la campaña para el
desmoronamiento social fue espléndida. Nada le quedaba por hacer para
pulverizar los cimientos de su dictadura, los del orden humano, los del
patriotismo, los de las costumbres que mantenían amarradas con cables de
legendarias y seculares tradiciones perfectamente concebidas, ejecutadas,
experimentadas, a multitudes rurales que no habían dado un paso mental ni moral
fuera de las época de la Conquista, y que se sentía empujadas por fuerzas
misteriosas e irresistibles, a un campamento extraño de lucha y odio contra lo
que habían creído, contra todo lo que habían amado, contra todo lo que de
generación en generación habían sentido, respetado, adorado.[32]
Ya
no quedaba nada de aquel discurso de 1903 en el que entre loas aseguraba que
Don Porfirio era el mexicano más demócrata y que apoyar su reelección era una
cuestión de principios nacionales. Ahora también reclamaba a los funcionarios y
aristócratas:
[…]
debieron enfrentarse al anciano demente, para asegurarle que no le seguirían al
caos, por el camino de la insensatez; que apoyaban el reeleccionismo, porque
había dado garantías contra los agitadores despechados y turbulentos, enemigos
de la sociedad, del gobierno, de la propiedad, de la decencia; que no le habían
apoyado como mano de hierro, para que con ella les tocara la guitarra de
fandangos socialistas, anarquistas, demagógicos, delirantes de destrucción y
ruina del país. Si la sociedad sana e insana, pero que en el naufragio último
de México tenía algo o todo que perder, hubiera hablado claro y firme al
general Díaz, asegurándole que emplearía toda clase de medios para sustituirlo
con el general Reyes, u otro militar, lo más probable era que el Príncipe,
aterrorizado, hubiera cedido y concedido. Ya el león no tenía dientes, y su
melena espesa y dorada, no era más que pelucón de ixtle teñido.[33]
Todo
esto bajo el convencimiento firme de que el pueblo mexicano era incapaz de
gobernarse, de que era un pueblo nacido para vivir sometido, que era un insumo que
se sumaba a la materia prima del país para ser explotado por las clases
superiores con el fin de alcanzar el desarrollo y el progreso, es decir, para
sujetarse a los fines más elevados de la
nación. Para Bulnes, Porfirio Díaz ocupó una plaza, la de dictador, que
tendría que seguir vigente aún después del ejercicio del general. Para Justo
Sierra, por el contrario, la dictadura tenía un fin diferente, a saber, imponer
el orden y la paz en el país. Era una etapa que debería superarse, recordemos
que a la evolución social del pueblo mexicano debería seguir su evolución
política; la cual consistía en que el gobierno pasará a un sistema
representativo encabezado por partidos políticos. Ésta sería una segunda línea
del liberalismo positivista en México.
En
el siguiente capítulo analizaré la obra de José María Vigil, representante del
liberalismo clásico y defensor de las ideas republicanas. Posteriormente
confrontaré la postura liberal de Vigil con esta segunda línea del liberalismo
conservador moderado, representado, como ya se dijo, por Justo Sierra.
Bibliografía
Barreda, Gabino. Oración cívica. 1867.
Bulnes, Francisco, El verdadero Díaz y la revolución.
México: Editor Eusebio Gómez de la Puente, 1920.
Montesquieu, El espíritu de las leyes. Edición
original 1748, edición electrónica 2010. Disponible en: http://www.laeditorialvirtual.com.ar/Pages2/Mon-tesquieu/EspirituLeyes_01.html.
Mora, José María Luis, “La
suprema autoridad civil no es ilimitada”, en Carmen Rovira (coord.), Pensamiento filosófico mexicano…
-------------- “Sobre el
curso natural de las revoluciones”, en Carmen Rovira (coord.), Pensamiento filosófico…
-------------- “Sobre la
libertad civil del ciudadano”, en Carmen Rovira (coord.), Pensamiento filosófico…
Rovira, Carmen (coord.), Pensamiento filosófico mexicano del siglo
XIX y primeros años del XX. Tomo I. México: UNAM, 1998.
Smith, Adam, Riqueza de las naciones. Libro V.
México: Cruz, 1977.
Zea, Leopoldo, El positivismo en México. Nacimiento, apogeo
y decadencia. México: FCE, 1975.
[1] Adam
Smith, Riqueza de las naciones. Libro V.
México: Cruz, 1977, p. 391.
[8] De
acuerdo con Leopoldo Zea la doctrina de Mora tiene coincidencias tan
importantes con la de los primeros positivistas, especialmente cuando habla del
“hombre positivo” o en su definición del “progreso”, que, afirma Zea, “Lo
podríamos considerar como positivista, si pensamos en el positivismo de Barreda
y sus discípulos como en un positivismo mexicano que no ha utilizado del
positivismo europeo más que sus conceptos a manera de instrumentos”. El positivismo en México. Nacimiento, apogeo
y decadencia. México: FCE, 1975, p. 76.
[9] Carmen
Rovira (coord.), Pensamiento filosófico
mexicano del siglo XIX y primeros años del XX. Tomo I. México: UNAM, 1998,
p. 288.
[10] José
María Luis Mora, “La suprema autoridad civil no es ilimitada”, en Carmen Rovira
(coord.), Pensamiento filosófico mexicano…,
p. 293.
[11] José
María Luis Mora, “Sobre la liberad civil del ciudadano”, en Carmen Rovira
(coord.), Pensamiento filosófico…, op. cit.,
p. 300.
[12] José
María Luis Mora, “La suprema autoridad…”, op.
cit., p. 294.
[13] José
María Luis Mora, “Sobre la liberad civil…”, op.
cit., p. 295.
[14] José
María Luis Mora, “La suprema autoridad…”, op.
cit., p. 292.
[15] José
María Luis Mora, “Sobre la liberad civil…”, op.
cit., p. 303.
[16] José
María Luis Mora, “Sobre el curso natural de las revoluciones”, en Carmen Rovira
(coord.), Pensamiento filosófico…, op. cit.,
p. 306.
[17] Ibid., p. 310.
[18]
Leopoldo Zea, El positivismo…, op. cit., p. 77.
[19] Ibid., p. 76.
[20] De
acuerdo con Leopoldo Zea, Pedro Contreras Elizalde (el primer positivista
mexicano, según Zea) puso en contacto a Barreda con Augusto Comte durante su
estancia en París (1847-1851) y es muy probable, agrega, que el mismo Pedro
Contreras le recomendara con Juárez, de quien era muy cercano. También señala
Zea que la esposa de Barreda, Adela Díaz Covarrubias, pertenecía a una de las
familias más distinguidas y cercanas al Presidente. El positivismo…, op. cit.,
pp. 55-56.
[21] Gabino
barreda, Oración cívica. 1867.
[22] Idem.
[23] Idem.
[24] Idem.
[25] Idem.
[26]
Leopoldo Zea, El positivismo…, op. cit., p. 69.
[27]
Leopoldo Zea, El positivismo…, op. cit., p. 109.
[28] Gabino
Barreda, “De la Educación Moral”, citado en: Leopoldo Zea, El positivismo…, op. cit.,
p. 110.
[29] Leopoldo
Zea, El positivismo…, op. cit., p. 111.
[30] Leopoldo
Zea, El positivismo…, op. cit., p. 47.
[31] En el
siguiente capítulo analizaremos el trabajo de José María Vigil titulado “La
anarquía positivista”; en él Vigil muestra detalladamente las contradicciones
en que incurrían los positivistas mexicanos al intentar justificar sus propios
postulados a partir de las tesis de los positivistas europeos.
[32] Francisco Bulnes. El verdadero
Díaz y la revolución. México: Editor Eusebio Gómez de la Puente, 1920, p. 427.
[33] Ibid. p. 428
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