“EL ROSTRO NEGADO DE UNA NACIÓN: LO
INDIO A TRAVÉS DEL ESPEJO DE DISCORDIAS”
Por: José Agustín Sánchez
Valdez
“¿Es
verdad que nos alegramos,
que
vivimos sobre la tierra?
No es cierto que vivimos
y
hemos venido a alegrarnos en la tierra.
Todos
así somos menesterosos.
La
amargura predice el destino
aquí,
al lado de la gente”.
(Nezahualcóyotl)
INTRODUCCIÓN
El escenario mexicano, una determinación variopinta, abigarrada; una
situación en la que diversas ubicaciones se agolpan de manera frenética, unas
contra otras, pujando por permanecer en el trajín de la caótica metamorfosis
que las cobija, metamorfosis que incluso algunas veces las exilia en su propio
interior. ¿Qué es en “realidad” el escenario mexicano? Es ésta una cuestión por
demás difícil, ni siquiera el tiempo ha permitido esclarecerla.
Revoluciones y reformas importadas; cambios y más cambios, todo ha
transcurrido aquí sin que, al parecer, suceda algo, logrando nada.
Sin embargo, el nacionalismo mexicano ha salido avante. Ha logrado
afianzarse en íconos fantasmagóricos que alimentan la fe en un Estado y en sus
héroes; en sus triunfos supuestamente irrevocables frente a la adversidad y el
dominio que ultramar representa. El Estado mexicano, así, ha logrado construirse
a sangre y fuego sobre millones de espíritus anónimos que se sintetizan en la
forma y la materia (en la persona y en los intereses) de los mártires, de los
“padres de la patria”, aunque los militantes orgánicos, los autores directos de
aquella metamorfosis, se esconden silenciosos entre las ruinas de un pasado que
nos flagela aún. Mientras la transparencia de su sangre derramada baña calles y
parques, su supervivencia constituye para algunos la garantía de que la nuestra
es una situación surreal, para otros, representa la molesta presencia de la
suciedad, la ignorancia, la pereza y la maldad; para otros más, que realmente
son los menos, expresa la ambigüedad y disfunción del sistema, la imposibilidad
que se ha tenido para equiparar ubicaciones bajo un mismo paradigma, bajo el
paradigma de humanidad.
Los de abajo, los olvidados, los resistentes, los jodidos, los
pobrecitos, los que son los más pequeños de los hijos; aquellos que incluso
sirven para expiar culpas a través de la lástima, aquellos que tras generaciones
han sido manipulados permitiendo la existencia de eso llamado México, forman
parte irreductible de la cantera de nuestro ser no obstante la constante
negación.
Así las cosas, la presente reflexión centra su atención en aquellos
personajes que tras haber sido la expresión vivificada de la catarsis
independentista, nuevamente regresaron a una no-vida de control, dominio y
omisión por parte de la situación que en última instancia contribuyeron a
engendrar.
“Lo indio”, en la antesala, el desarrollo y la culminación de la llamada
guerra de Independencia, es el vórtice de nuestra reflexión, sustentándose ésta
en las historias compiladas por Andrés Lira en su “espejo de discordias”.
Si bien las pretensiones de la presente reflexión podrían parecer
inconcretables, dada la extensión y cantidad de los temas involucrados con el
nuestro, es necesario repetir que los límites son inspirados por el texto de
Andrés Lira y por los autores al interior de esta compilación. No es nuestro
objetivo proyectar, mucho menos “factibilizar” una nueva verdad sobre éste tema
en demasía desarrollado. Simplemente nos aprestamos a reflexionar, con toda la
seriedad que la cuestión exige, sobre aquella parte olvidada de la mexicanidad
que a lo largo de la historia ha fungido como uno de los recursos disponibles y
aprovechables por mor de la concreción
de intereses específicos y propios de un gremio; sobre aquel hemisferio de
nuestro ser con el que habría que saldar una gran deuda si realmente se quisiera conformar una organización social
incluyente (mexicana), y si realmente se quisiera acabar de una vez por todas
con la infame instrumentalización del ser humano; si se quisiera romper de una
buena vez el espejo de discordias.
La reflexión se desarrolla en cuatro momentos: En los tres primeros, y
respetando el orden del compilador, desarrollamos someramente la perspectiva
que de “lo indio” podrían haber tenido Lorenzo de Zavala, José María Luis Mora
y Lucas Alamán. Entendiendo que si bien éste no es el tema medular de la obra
es posible ubicarlo en su interior tal vez de manera tácita. El indio mexicano,
en el escenario independentista y del supuesto nacimiento de la nación, no sólo
constituye parte de los recursos explotables por mor de dicho afán, sino que
subyace como principal catalizador de la catarsis.
En éste tenor, el cuarto momento de la reflexión será precisamente su
conclusión, en la que se presenta de manera general nuestra perspectiva de la
situación indígena en el fragor del México independiente. En éste momento
tratamos de responder, no de manera acabada sino como primer acercamiento, a la
cuestión ¿Qué es lo indio en el escenario nacional? Esperamos realmente haber esbozado una
primera respuesta.
LORENZO
DE ZAVALA

En este marco de influencia y ensoñación, Zavala veía la inmundicia, la
inequidad y la injusticia en que se encontraba sumida la población indígena.
Denunció el estado de masificación y embrutecimiento en que se mantenía
instalada.
Funestas fueron las consecuencias de la irrupción de Iberia en tierras
mexicanas. Tras la infame imposición de ésta violenta e ignorante presencia,
los naturales fueron reducidos casi a cenizas. El grado de esclavitud en que el
indio era situado mermaba enteramente su calidad humana, contenía su voluntad y
negaba su inteligencia; el régimen español podía disponer de ellos a fiel
parecer. El natural, el indio, constituía parte de los recursos a explotar, y
al ser considerado pueril e incapacitado para llevar la voz en su propia
situación, el régimen hegemónico lo enclaustraba en un estado de abatimiento
que pretextaba aún más la intervención.
Varios supuestos intentos por mejorar la condición de los indígenas se
dieron en el marco de la
Independencia. Tanto antes como después de
la guerra se enarbolaron políticas al respecto que realmente maquillaban
intereses ulteriores propios de los gremios dominantes. Por ejemplo, el código
de Indias promulgado en 1680,[1] en el cual sólo se formalizaba
y normaba la esclavitud bajo un punto de vista
filosófico. Constituía, dicho código, la prescripción de la esclavitud y
una nueva justificación de la situación en que vivían aquellos seres
“medianamente humanos”.
Según Zavala, estas leyes y promulgaciones, más que menguar las infames
condiciones en que vivían los naturales, determinaban conforme a derecho “el
peso con el que se les podía cargar, las distancias hasta donde podían ir, lo
que se les había de pagar, etc…”[2] Sin embargo nunca se
discurrió en su condición de hombres libres y capacitados para llevar a efecto
tal humanidad y tal libertad.
Era conveniente, con el afán de mantener cierto orden sistematizado de
opresión, que los dominados siempre fueran tales y así no pudieran ser
incluidos en el “mundo nacional” occidental. Para tal efecto, la ignorancia
constituía la forma por antonomasia de dominio.
Cuenta Zavala, que “en la mayor parte de las provincias no sabían más
que su idioma”,[3]
y haciendo honor a sus pretensiones civilizatorias (las de Zavala) califica de
paupérrima esta situación. Considera que la lengua de estos naturales, así como
la mexicana, “es pobre y carece de voces para expresar ideas abstractas”.[4]
Nuevamente emerge aquí, a nuestro parecer, el occidentalismo calificador
de Zavala, que como aval se encarga de balancear los elementos de la situación
mexicana, descalificándolos y añorando las figuras del lejano padre Occidente.
Al considerar a Occidente como unidad de medida, el propio Zavala, que
en principio pugnaba por sustentar en mejores condiciones la situación
indígena, demerita la sabiduría milenaria de las “civilizaciones” mesoamericanas.
Juzga confusas las expresiones filosóficas, imprecisas las observaciones que del
curso de los astros se habían desarrollado, y pueril el conocimiento del medio
entorno, conocimiento existente antes del abordaje de los españoles. Confiere,
así, cierto carácter salvador a la violenta y quijotesca expansión de la Corona española.
A la vista de Zavala, la conquista de estas colonias españolas
representó el arribo de la civilización, la llegada de un nuevo culto en el que
la sangre dejaba de correr, por lo menos en nombre del terrible
Huitzilopochtli; en el que llegaba a su fin el régimen patriarcal de figuras
plenipotenciarias como la de Moctezuma, en el que nuevos santos y dioses
provenientes de Roma llegaron y se afianzaron como mito asegurador, como
justificación y consorte ante tanto sufrimiento y pesar, como la explicación ordenada y forzosa de la
fe que habría de sustituir a los “horribles ídolos prehispánicos”.[5]
Así las cosas, nos es posible ver que si bien Zavala trabajó por mor de
una sociedad mexicana más incluyente y general, existía en él el estigma que
han compartido la mayoría de los que son ilustrados anacrónica y
eclécticamente: no toman en cuenta la propia situación, y de esta manera
proyectan soluciones que ni son originarias, es decir, no son producto de la propia
situación que las cobija; ni son originales, es decir, no son producto del
esfuerzo reflexivo y orgánico del propio creador, del individuo sujeto a dicha
situación.
Terror, ignorancia, religión a mano dura, incomunicación, monopolio de
la riqueza, ejercicio de la violencia y el poder a través de un aparato
específico, todos éstos fueron los argumentos del sistema colonial. Si bien su
denuncia no se hizo esperar, al buscar la solución más allá de las fronteras,
no sólo se enfatizó la confusión, sino que no se alcanzó la respuesta. Sin
embargo, para Lorenzo de Zavala sí llegó un nuevo sol, un nuevo resplandor que
se derramaba sobre una nueva nación cuyas fallas eran menores y en la que el
indio comenzaba a ser considerado parte fundamental y foco de atención. Hacia
él, hacia el indio, se dirigían los esfuerzos de salvación; era necesario
sacarlo de la ignorancia e inmundicia para así realmente progresar. Empieza a
volverse necesario que el indio deje de ser tal y se acerque a la
“civilización”.
En éste tenor discurre la revisión histórica hecha por Zavala. Sin
embargo, como se ha dicho, Occidente es siempre la lente a través de la cual
nuestro autor ve la situación mexicana. Primero, España, vestida de azar
violento, impulsa a éstas misteriosas tierras “americanas” a formar parte,
aunque sólo como la estructura que sostiene y determina en última instancia a
la superestructura, de la frenética metamorfosis mundial. Después, Zavala ubica
el derrotero del desarrollo de la nación mexicana en el vecino norteño, tal vez
su versión más cercana de aquello llamado Occidente. Entabla incluso una
comparación entre ambas situaciones (la mexicana y la norteamericana) y los
individuos que las mueven.
Para Lorenzo de Zavala el indio (y el mexicano) es un bárbaro cuyo
espíritu indómito bien podría condenarlo al suplicio, mientras que el
norteamericano es el ciudadano, cuya propiedad le asegura el triunfo y la
permanencia.
Zavala deposita en las naciones occidentales, al hacer su comparación,
la potestad para sacar a México del atolladero, para acercarlo a disfrutar del
“reino de los cielos”, empero, lo hace omitiendo el hecho de que fue el propio
Occidente quien le puso ahí, en el fango.
JOSÉ
MARÍA LUIS MORA

La visión de Mora sobre la población indígena es tan salvadora como
inmisericorde; para él, irrevocablemente, México habrá de unirse en el
concierto de las naciones tras la homogenización de sus aspectos étnicos. En
éste sentido, la población indígena existe precisamente como eso, como
población, sin embargo, no como parte activa de la vida política. En ésta
proyección, según Mora, una proyección que él quiere para México, la población
indígena desaparecerá al mezclarse con la raza blanca. Occidente por fin
derramará su luz sobre cualquier extensión absorbiendo cualquier matiz,
asimilando (eliminando) a la diferencia.
Sin embargo, Mora, por otra parte, reconoce el abigarramiento étnico
imperante (temporalmente) en la situación mexicana, y reconoce también sus
repercusiones.
En su desarrollo de la historia nacional no demerita, a diferencia de
Zavala, la importancia de la sabiduría prehispánica, y expresa además, que si
bien el indio posee tamices negativos en su carácter (la ignorancia por
ejemplo), éstos son producto de la labor de la Conquista , tras la cual
fue enclaustrado en la oscuridad, en la barbarie. Para José María Luis Mora la
educación marcaría aquí la diferencia entre el mejoramiento y el deterioro de
la nación. Desde nuestra perspectiva es esta una forma más para eliminar al
indio: incluirlo en un proyecto de nación a través de la educación
(adoctrinamiento), no obstante, tanto el proyecto de nación, como la educación,
resultan para éste triste personaje ajenos.
Así las cosas, Mora deposita al indígena mexicano en un letargo quasi
natural, es decir, que si bien reconoce en la Conquista el principal
motivo de su sojuzgamiento, la miseria es ya una condición natural e inevitable
en aquel funesto individuo.
Al indio le son restadas todas las virtudes y facultades propias de un ser
humano; siguiendo a Mora, carece de imaginación, no es capaz de expresar su
existencia estéticamente, es, ante la mirada de nuestro pensador, poco
agradable. Aquí el indio es un personaje más cercano a la bestia que al ser
humano, en él se pierden, según Mora, las exquisiteces propias del europeo.[6] México habría de progresar
en la medida en que mentes americanas dejaran de tener injerencia en su
transformación, y fueran sólo las manos las que se aprestaran a ser guiadas por
la luz occidental. ¿No se seguiría así
en una misma situación de dependencia?
José María Luis Mora pretende, así, buscar el espíritu mexicano en la
raza blanca, ante la cual y por mor del progreso, la “raza de bronce” habrá de sucumbir. Así las cosas, vemos que para éste autor guanajuatense
el pasado y el presente indígenas del país son por un lado situaciones cuyo
martirio vuelve gloriosas, pero que deben ser tomadas como cosa muerta; como
algo que tarde o temprano caerá siendo superado por el irrefrenable paso del
progreso.
LUCAS
ALAMÁN
Hombre de mundo, impregnado con el resuello europeo, Alamán, tomó como
directriz de sus esfuerzos y reflexiones al orden.
Siguiendo la lectura de Andrés Lira, podemos percatarnos de que incluso dentro
de sus propuestas políticas, Alamán pugnaba por una dictadura militar
administrada, no politizada.
La perspectiva que Alamán expresa sobre la independencia es tan
desoladora como cercana a la realidad: una calamidad para la situación
nacional; calamidad que precisamente estimularía las disidencias sociales y
políticas, y que sumiría en el abatimiento total a la nación por más de treinta
años.
Precisamente, Lucas Alamán consideraba a la guerra independentista como
la “culpable” de destruir las formas institucionales del pasado a través de
torpes improvisaciones.[7] La guerra de
independencia, decía, era una pugna entre proletarios y propietarios.
Empero, Alamán es consciente de que uno de los principales detonadores,
tanto de la revolución que en su tiempo se gestó, como de sucesos posteriores,
fue la introducción de elementos ajenos a esta situación mexicana durante la
Conquista. La diversidad étnica provocada en éste tenor, tanto como la
legislación mal hecha para menguar entre tal diversidad de “clases de habitantes”
fueron, a los ojos de Alamán, “de grande influjo” para la explosión de la
catarsis.
Alamán denuncia a lo largo de su obra la “inequidad racial” imperante en
México. Deja claro que los mejores y más altos cargos eran reservados para los
peninsulares, quedando para los criollos, sólo rara vez, algún puesto de poca
monta. Indios y castas, obviamente, se encontraban completamente fuera del
festín.
Así las cosas, el odio y la enemistad entre criollos y peninsulares
creció hasta llegar a la instrumentalización de la población por parte de los primeros, en busca de arrebatar la
estafeta de la riqueza y el poder de manos de los segundos.
Sin embargo, antes de la catarsis, nos es posible ver que, si bien los
españoles eran minoría con respecto a las castas y a la población indígena, su
clase e ideología se extendían como hegemónicas por casi todo el territorio. La
estamentación social que de éstos ordenes se desprendía ubicaba a españoles y
castas como “gente de razón”, mientras que el indio era estimado como carente
de ella.
No obstante, ante esta negativa a considerar plena la humanidad del
indígena, se desarrollaron numerosas campañas para eximirlo de tan trabajosa
situación. Por ejemplo, se trajeron más africanos para substituir a los indígenas
en los trabajos más forzosos, e incluso, por parte de la propia Corona
española, se permitió a los indígenas mantener prácticas y costumbres
anteriores a la Conquista ,
siempre y cuando, claro está, no fueran contrarias a la religión católica. A
resumidas cuentas, nos parece que se otorgó al indio una libertad completamente
determinada, cuyas prerrogativas, además de ser susceptibles de cualquier
cambio creído conveniente por la
Corona y para la
Corona , eran completamente específicas.
Se concedió a los indios una autonomía vigilada; se les permitía vivir
en poblaciones separadas de los españoles manteniendo una forma de gobierno
propia, la cual incluso era reconocida como una “República”, también se les
permitía conservar su lengua y su forma de vestir, peculiar, en voz de Lucas
Alamán.
La implicaciones a las que nos lleva a reflexionar todo esto, redundan
precisamente en el hecho de que los indios eran exiliados dentro de su propia
tierra, eran considerados una nación completamente separada, por una parte,
mientras que por la otra, desde la propia perspectiva indígena, todo aquello
que no formaba parte en algún sentido de su situación era considerado
extranjero. No es de extrañar que en éste marco el rencor, el odio y la
desconfianza fueran los principales “sentimientos” externados desde la
población indígena hacia el resto de los coterráneos.
Si bien, como hemos mencionado anteriormente, se emprendieron varias
campañas de adoctrinamiento (educación) con el objetivo de librar al indio de
las fauces de la ignorancia y el atraso, posteriormente, se cayó en la cuenta,
según Alamán, “de que no convenía dar demasiada instrucción a aquella clase”,
de hecho, algunos caros personajes, como el virrey marqués de Branciforte
consideraban que a esta franja de la población, la india, “no había que dar más
instrucción que el catecismo”.[8]
Así las cosas, los indígenas que llegaban a “cultivarse” lo hacían
ordenándose como sacerdotes y encerrándose en las parroquias de sus pequeños
poblados.
Alamán nos entrega un trazo más de la personalidad del indio: habiendo
discurrido por las infames condiciones en que se le mantenía y la extrema
ignorancia con que era tratado, no resulta extraño que entre estos funestos
personajes el robo y la embriaguez constituyeran prácticas cotidianas que
terminaran por constituir, incluso, formas de expresión y de subsistencia. Así,
al ser considerados falsos, crueles y vengativos, se recomendaba (exigía) su
sobriedad, sufrimiento y resignación de manera abnegada ante una situación,
como se ha dicho, justificada dentro de “lo natural”.
Habiendo hecho este recorrido, Andrés Lira pasa a un segundo momento en
la obra de Lucas Alamán, y nos entrega la visión que éste tenía de la sociedad
mexicana de su tiempo:
En el entendido de que las pretensiones de Alamán son casi en su
totalidad económicas, vemos que para él la mexicana es una situación cuyas
instituciones son caducas y disfuncionales; una situación que posee los
elementos para alcanzar la prosperidad pero que no sabe asirse a ellos; una
nación en decadencia que como cuerpo social se encuentra en la miseria; una
nación mexicana en la que ha menester una reforma de fondo. ¿Cuáles son los
consortes propuestos por Alamán? Desde nuestra perspectiva, es posible ubicar
la propuesta de Alamán en el terreno económico. Manteniendo tranquilo y
controlado al pueblo, dejándolo desarrollarse en su paz y en su quietud casi
rumiante; reconociendo la irrevocabilidad del espíritu religioso en la
población, el cual contribuye a que la “docilidad y la buena inclinación” sean
siempre presentes en su espíritu, y, además, sacando de este noble pueblo
buenos y entregados hijos de la patria,
dispuestos a trabajar de sol a sol en la explotación de la riqueza agrícola,
mineral y fabril de éste territorio mexicano. Pan y circo para asegurar que la
fuente creadora de valor no falte y los engranes del progreso no se detengan.[9]
CONCLUSIÓN
A lo largo de esta breve reflexión
hemos expuesto de manera general, al no poseer aún un conocimiento agotado del
tema, las circunstancias en que terriblemente subsistía la población indígena
en los albores de la nación mexicana. Si bien este tema se encuentra tácito en
las reflexiones históricas de los tres personajes presentados por Andrés Lira,
la pujante situación en la que aún se encuentran los individuos indígenas, cantera de nuestro ser como “nación”, ha sido
la principal inspiración para el desarrollo de este ejercicio reflexivo.
El pasado y el presente indios, en términos de nuestros autores, es
negado. Ese rostro descalificado se compone por una gran diversidad de pueblos,
comunidades y sectores sociales esparcidos, algunos de manera irregular, por
todo lo largo y ancho del país. El carácter distintivo de estos pueblos, a
nuestro parecer, radica en que son portadores de una cosmovisión y una forma de
organización vital que encuentran sus orígenes en la milenaria sabiduría “prehispánica”, por tanto, son producto de un
proceso histórico innegable. Así, las comunidades resultan un intrincado tejido
de conocimientos generalizados, actividades diversificadas y especializaciones
indispensables para llevar la vida con autonomía.
Occidente ultrajó la pureza de aquellos pueblos transformándolos en
masas silenciosas que transitan agachadas soportando una falsa cruz.
Al negar su pasado indígena, la nación mexicana ha despertado sin
encontrarse, sin poder recordar lo que fue. No recuerda ni haber muerto ni
haber nacido. Los mexicanos nos hemos liberado sin siquiera poder levantarnos.
Somos no somos, en el presente nos confundimos, de la gran madre nos hemos ido
y en hijos bastardos de un Occidente lejano nos hemos convertido.
La piel indígena de nuestra nostalgia cayó con nuestro mañana, se han
destrozado sus alas y sus garras de obsidiana; hasta el momento transitamos sin
rostro, como una sombra vagamos por los pasillos solitarios y silenciosos de
nuestra historia.
Bibliografía
Lira, Andrés. El espejo de
discordias. La sociedad vista por Lorenzo de Zavala, José María Luis Mora y
Lucas Alamán. SEP. México. 1984. Pp. 195.
[1] Nos referimos a la
Recopilación de leyes de los Reinos de Indias, promulgada en 1680 y publicada
al año siguiente. Cfr. Libro VI “De los indios”.
[2] Cfr. Andrés Lira. Espejo de discordias. La
sociedad vista por Lorenzo de Zavala, José María Luis Mora y Lucas Alamán.
SEP. México. D.F. 1984. p.32.
[3] Ídem.
[4] Ibíd. p. 33.
[5] Ídem.
[6] Ibíd. p. 79.
[7] Ibíd. pp. 167 ss.
[8] Ibíd. p. 163.
[9] Cfr. pp. 177 ss.
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