lunes, 15 de octubre de 2012


“EL ROSTRO NEGADO DE UNA NACIÓN: LO INDIO A TRAVÉS DEL ESPEJO DE DISCORDIAS”

 

Por: José Agustín Sánchez Valdez

 

“¿Es verdad que nos alegramos,

que vivimos sobre la tierra?

No  es cierto que vivimos

y hemos venido a alegrarnos en la tierra.

Todos así somos menesterosos.

La amargura predice el destino

aquí, al lado de la gente”.

(Nezahualcóyotl)

 

INTRODUCCIÓN

   
     El escenario mexicano, una determinación variopinta, abigarrada; una situación en la que diversas ubicaciones se agolpan de manera frenética, unas contra otras, pujando por permanecer en el trajín de la caótica metamorfosis que las cobija, metamorfosis que incluso algunas veces las exilia en su propio interior. ¿Qué es en “realidad” el escenario mexicano? Es ésta una cuestión por demás difícil, ni siquiera el tiempo ha permitido esclarecerla.

     Revoluciones y reformas importadas; cambios y más cambios, todo ha transcurrido aquí sin que, al parecer, suceda algo, logrando nada.

     Sin embargo, el nacionalismo mexicano ha salido avante. Ha logrado afianzarse en íconos fantasmagóricos que alimentan la fe en un Estado y en sus héroes; en sus triunfos supuestamente irrevocables frente a la adversidad y el dominio que ultramar representa. El Estado mexicano, así, ha logrado construirse a sangre y fuego sobre millones de espíritus anónimos que se sintetizan en la forma y la materia (en la persona y en los intereses) de los mártires, de los “padres de la patria”, aunque los militantes orgánicos, los autores directos de aquella metamorfosis, se esconden silenciosos entre las ruinas de un pasado que nos flagela aún. Mientras la transparencia de su sangre derramada baña calles y parques, su supervivencia constituye para algunos la garantía de que la nuestra es una situación surreal, para otros, representa la molesta presencia de la suciedad, la ignorancia, la pereza y la maldad; para otros más, que realmente son los menos, expresa la ambigüedad y disfunción del sistema, la imposibilidad que se ha tenido para equiparar ubicaciones bajo un mismo paradigma, bajo el paradigma de humanidad.

     Los de abajo, los olvidados, los resistentes, los jodidos, los pobrecitos, los que son los más pequeños de los hijos; aquellos que incluso sirven para expiar culpas a través de la lástima, aquellos que tras generaciones han sido manipulados permitiendo la existencia de eso llamado México, forman parte irreductible de la cantera de nuestro ser no obstante la constante negación.

     Así las cosas, la presente reflexión centra su atención en aquellos personajes que tras haber sido la expresión vivificada de la catarsis independentista, nuevamente regresaron a una no-vida de control, dominio y omisión por parte de la situación que en última instancia contribuyeron a engendrar.

     “Lo indio”, en la antesala, el desarrollo y la culminación de la llamada guerra de Independencia, es el vórtice de nuestra reflexión, sustentándose ésta en las historias compiladas por Andrés Lira en su “espejo de discordias”.

     Si bien las pretensiones de la presente reflexión podrían parecer inconcretables, dada la extensión y cantidad de los temas involucrados con el nuestro, es necesario repetir que los límites son inspirados por el texto de Andrés Lira y por los autores al interior de esta compilación. No es nuestro objetivo proyectar, mucho menos “factibilizar” una nueva verdad sobre éste tema en demasía desarrollado. Simplemente nos aprestamos a reflexionar, con toda la seriedad que la cuestión exige, sobre aquella parte olvidada de la mexicanidad que a lo largo de la historia ha fungido como uno de los recursos disponibles y aprovechables por mor  de la concreción de intereses específicos y propios de un gremio; sobre aquel hemisferio de nuestro ser con el que habría que saldar una gran deuda si realmente  se quisiera conformar una organización social incluyente (mexicana), y si realmente se quisiera acabar de una vez por todas con la infame instrumentalización del ser humano; si se quisiera romper de una buena vez el espejo de discordias.

     La reflexión se desarrolla en cuatro momentos: En los tres primeros, y respetando el orden del compilador, desarrollamos someramente la perspectiva que de “lo indio” podrían haber tenido Lorenzo de Zavala, José María Luis Mora y Lucas Alamán. Entendiendo que si bien éste no es el tema medular de la obra es posible ubicarlo en su interior tal vez de manera tácita. El indio mexicano, en el escenario independentista y del supuesto nacimiento de la nación, no sólo constituye parte de los recursos explotables por mor de dicho afán, sino que subyace como principal catalizador de la catarsis.

     En éste tenor, el cuarto momento de la reflexión será precisamente su conclusión, en la que se presenta de manera general nuestra perspectiva de la situación indígena en el fragor del México independiente. En éste momento tratamos de responder, no de manera acabada sino como primer acercamiento, a la cuestión ¿Qué es lo indio en el escenario nacional?  Esperamos realmente haber esbozado una primera respuesta.

 

LORENZO DE ZAVALA


     Si bien en su labor política Lorenzo de Zavala pugnó por “regularizar” la situación de la nación, siendo consciente del grueso de las irregularidades y de lo abismal de las diferencias e inequidades, lo hizo (pugnar por la regularización) a la luz del modelo norteamericano. Para Zavala, el vecino del norte, en tanto que “nación de propietarios individuales”, de grandes empresarios y de igualdad social, era la tierra prometida que volvía vituperable cualquiera de las ubicaciones dentro de la situación mexicana.

     En este marco de influencia y ensoñación, Zavala veía la inmundicia, la inequidad y la injusticia en que se encontraba sumida la población indígena. Denunció el estado de masificación y embrutecimiento en que se mantenía instalada.

     Funestas fueron las consecuencias de la irrupción de Iberia en tierras mexicanas. Tras la infame imposición de ésta violenta e ignorante presencia, los naturales fueron reducidos casi a cenizas. El grado de esclavitud en que el indio era situado mermaba enteramente su calidad humana, contenía su voluntad y negaba su inteligencia; el régimen español podía disponer de ellos a fiel parecer. El natural, el indio, constituía parte de los recursos a explotar, y al ser considerado pueril e incapacitado para llevar la voz en su propia situación, el régimen hegemónico lo enclaustraba en un estado de abatimiento que pretextaba aún más la intervención.

     Varios supuestos intentos por mejorar la condición de los indígenas se dieron en el marco de la Independencia. Tanto antes como después de la guerra se enarbolaron políticas al respecto que realmente maquillaban intereses ulteriores propios de los gremios dominantes. Por ejemplo, el código de Indias promulgado en 1680,[1] en el cual sólo se formalizaba y normaba la esclavitud bajo un punto de vista  filosófico. Constituía, dicho código, la prescripción de la esclavitud y una nueva justificación de la situación en que vivían aquellos seres “medianamente humanos”.

     Según Zavala, estas leyes y promulgaciones, más que menguar las infames condiciones en que vivían los naturales, determinaban conforme a derecho “el peso con el que se les podía cargar, las distancias hasta donde podían ir, lo que se les había de pagar, etc…”[2] Sin embargo nunca se discurrió en su condición de hombres libres y capacitados para llevar a efecto tal humanidad y tal libertad.

     Era conveniente, con el afán de mantener cierto orden sistematizado de opresión, que los dominados siempre fueran tales y así no pudieran ser incluidos en el “mundo nacional” occidental. Para tal efecto, la ignorancia constituía la forma por antonomasia de dominio.

     Cuenta Zavala, que “en la mayor parte de las provincias no sabían más que su idioma”,[3] y haciendo honor a sus pretensiones civilizatorias (las de Zavala) califica de paupérrima esta situación. Considera que la lengua de estos naturales, así como la mexicana, “es pobre y carece de voces para expresar ideas abstractas”.[4]

     Nuevamente emerge aquí, a nuestro parecer, el occidentalismo calificador de Zavala, que como aval se encarga de balancear los elementos de la situación mexicana, descalificándolos y añorando las figuras del lejano padre Occidente.

     Al considerar a Occidente como unidad de medida, el propio Zavala, que en principio pugnaba por sustentar en mejores condiciones la situación indígena, demerita la sabiduría milenaria de las “civilizaciones” mesoamericanas. Juzga confusas las expresiones filosóficas, imprecisas las observaciones que del curso de los astros se habían desarrollado, y pueril el conocimiento del medio entorno, conocimiento existente antes del abordaje de los españoles. Confiere, así, cierto carácter salvador a la violenta y quijotesca expansión de la Corona española.

     A la vista de Zavala, la conquista de estas colonias españolas representó el arribo de la civilización, la llegada de un nuevo culto en el que la sangre dejaba de correr, por lo menos en nombre del terrible Huitzilopochtli; en el que llegaba a su fin el régimen patriarcal de figuras plenipotenciarias como la de Moctezuma, en el que nuevos santos y dioses provenientes de Roma llegaron y se afianzaron como mito asegurador, como justificación y consorte ante tanto sufrimiento y pesar,  como la explicación ordenada y forzosa de la fe que habría de sustituir a los “horribles ídolos prehispánicos”.[5]

     Así las cosas, nos es posible ver que si bien Zavala trabajó por mor de una sociedad mexicana más incluyente y general, existía en él el estigma que han compartido la mayoría de los que son ilustrados anacrónica y eclécticamente: no toman en cuenta la propia situación, y de esta manera proyectan soluciones que ni son originarias, es decir, no son producto de la propia situación que las cobija; ni son originales, es decir, no son producto del esfuerzo reflexivo y orgánico del propio creador, del individuo sujeto a dicha situación.

     Terror, ignorancia, religión a mano dura, incomunicación, monopolio de la riqueza, ejercicio de la violencia y el poder a través de un aparato específico, todos éstos fueron los argumentos del sistema colonial. Si bien su denuncia no se hizo esperar, al buscar la solución más allá de las fronteras, no sólo se enfatizó la confusión, sino que no se alcanzó la respuesta. Sin embargo, para Lorenzo de Zavala sí llegó un nuevo sol, un nuevo resplandor que se derramaba sobre una nueva nación cuyas fallas eran menores y en la que el indio comenzaba a ser considerado parte fundamental y foco de atención. Hacia él, hacia el indio, se dirigían los esfuerzos de salvación; era necesario sacarlo de la ignorancia e inmundicia para así realmente progresar. Empieza a volverse necesario que el indio deje de ser tal y se acerque a la “civilización”.

     En éste tenor discurre la revisión histórica hecha por Zavala. Sin embargo, como se ha dicho, Occidente es siempre la lente a través de la cual nuestro autor ve la situación mexicana. Primero, España, vestida de azar violento, impulsa a éstas misteriosas tierras “americanas” a formar parte, aunque sólo como la estructura que sostiene y determina en última instancia a la superestructura, de la frenética metamorfosis mundial. Después, Zavala ubica el derrotero del desarrollo de la nación mexicana en el vecino norteño, tal vez su versión más cercana de aquello llamado Occidente. Entabla incluso una comparación entre ambas situaciones (la mexicana y la norteamericana) y los individuos que las mueven.

     Para Lorenzo de Zavala el indio (y el mexicano) es un bárbaro cuyo espíritu indómito bien podría condenarlo al suplicio, mientras que el norteamericano es el ciudadano, cuya propiedad le asegura el triunfo y la permanencia.

     Zavala deposita en las naciones occidentales, al hacer su comparación, la potestad para sacar a México del atolladero, para acercarlo a disfrutar del “reino de los cielos”, empero, lo hace omitiendo el hecho de que fue el propio Occidente quien le puso ahí, en el fango.

 

JOSÉ MARÍA LUIS MORA



    Viviendo en carne propia los cambios ocasionados por la lucha independentista, José María Luis Mora es dibujado por el compilador, esbozo con el que concordamos, como todo un intelectual. Un hombre cautivado por las mieles de la civilización y el progreso que Francia, “positivamente”, había alcanzado.

     La visión de Mora sobre la población indígena es tan salvadora como inmisericorde; para él, irrevocablemente, México habrá de unirse en el concierto de las naciones tras la homogenización de sus aspectos étnicos. En éste sentido, la población indígena existe precisamente como eso, como población, sin embargo, no como parte activa de la vida política. En ésta proyección, según Mora, una proyección que él quiere para México, la población indígena desaparecerá al mezclarse con la raza blanca. Occidente por fin derramará su luz sobre cualquier extensión absorbiendo cualquier matiz, asimilando (eliminando) a la diferencia.

     Sin embargo, Mora, por otra parte, reconoce el abigarramiento étnico imperante (temporalmente) en la situación mexicana, y reconoce también sus repercusiones.

     En su desarrollo de la historia nacional no demerita, a diferencia de Zavala, la importancia de la sabiduría prehispánica, y expresa además, que si bien el indio posee tamices negativos en su carácter (la ignorancia por ejemplo), éstos son producto de la labor de la Conquista, tras la cual fue enclaustrado en la oscuridad, en la barbarie. Para José María Luis Mora la educación marcaría aquí la diferencia entre el mejoramiento y el deterioro de la nación. Desde nuestra perspectiva es esta una forma más para eliminar al indio: incluirlo en un proyecto de nación a través de la educación (adoctrinamiento), no obstante, tanto el proyecto de nación, como la educación, resultan para éste triste personaje ajenos.

     Así las cosas, Mora deposita al indígena mexicano en un letargo quasi natural, es decir, que si bien reconoce en la Conquista el principal motivo de su sojuzgamiento, la miseria es ya una condición natural e inevitable en aquel funesto individuo.

     Al indio le son restadas todas las virtudes y facultades propias de un ser humano; siguiendo a Mora, carece de imaginación, no es capaz de expresar su existencia estéticamente, es, ante la mirada de nuestro pensador, poco agradable. Aquí el indio es un personaje más cercano a la bestia que al ser humano, en él se pierden, según Mora, las exquisiteces propias del europeo.[6] México habría de progresar en la medida en que mentes americanas dejaran de tener injerencia en su transformación, y fueran sólo las manos las que se aprestaran a ser guiadas por la luz occidental.  ¿No se seguiría así en una misma situación de dependencia?

     José María Luis Mora pretende, así, buscar el espíritu mexicano en la raza blanca, ante la cual y por mor del progreso,  la “raza de bronce” habrá de sucumbir.  Así las cosas, vemos que para éste autor guanajuatense el pasado y el presente indígenas del país son por un lado situaciones cuyo martirio vuelve gloriosas, pero que deben ser tomadas como cosa muerta; como algo que tarde o temprano caerá siendo superado por el irrefrenable paso del progreso.

 
LUCAS ALAMÁN


      Personaje Ilustrado, afortunado, poseedor de gran riqueza y gratos recuerdos; un hombre cuya vida transcurrió entre la levedad de una excelente posición. Son éstas algunas, muy pocas, de las características de Lucas Alamán.

     Hombre de mundo, impregnado con el resuello europeo, Alamán, tomó como directriz de sus esfuerzos y reflexiones al orden. Siguiendo la lectura de Andrés Lira, podemos percatarnos de que incluso dentro de sus propuestas políticas, Alamán pugnaba por una dictadura militar administrada, no politizada.

     La perspectiva que Alamán expresa sobre la independencia es tan desoladora como cercana a la realidad: una calamidad para la situación nacional; calamidad que precisamente estimularía las disidencias sociales y políticas, y que sumiría en el abatimiento total a la nación por más de treinta años.

     Precisamente, Lucas Alamán consideraba a la guerra independentista como la “culpable” de destruir las formas institucionales del pasado a través de torpes improvisaciones.[7] La guerra de independencia, decía, era una pugna entre proletarios y propietarios.

     Empero, Alamán es consciente de que uno de los principales detonadores, tanto de la revolución que en su tiempo se gestó, como de sucesos posteriores, fue la introducción de elementos ajenos a esta situación mexicana durante la Conquista. La diversidad étnica provocada en éste tenor, tanto como la legislación mal hecha para menguar entre tal diversidad de “clases de habitantes” fueron, a los ojos de Alamán, “de grande influjo” para la explosión de la catarsis.

     Alamán denuncia a lo largo de su obra la “inequidad racial” imperante en México. Deja claro que los mejores y más altos cargos eran reservados para los peninsulares, quedando para los criollos, sólo rara vez, algún puesto de poca monta. Indios y castas, obviamente, se encontraban completamente fuera del festín.

     Así las cosas, el odio y la enemistad entre criollos y peninsulares creció hasta llegar a la instrumentalización de la población por parte de los primeros, en busca de arrebatar la estafeta de la riqueza y el poder de manos de los segundos.

     Sin embargo, antes de la catarsis, nos es posible ver que, si bien los españoles eran minoría con respecto a las castas y a la población indígena, su clase e ideología se extendían como hegemónicas por casi todo el territorio. La estamentación social que de éstos ordenes se desprendía ubicaba a españoles y castas como “gente de razón”, mientras que el indio era estimado como carente de ella.

     No obstante, ante esta negativa a considerar plena la humanidad del indígena, se desarrollaron numerosas campañas para eximirlo de tan trabajosa situación. Por ejemplo, se trajeron más africanos para substituir a los indígenas en los trabajos más forzosos, e incluso, por parte de la propia Corona española, se permitió a los indígenas mantener prácticas y costumbres anteriores a la Conquista, siempre y cuando, claro está, no fueran contrarias a la religión católica. A resumidas cuentas, nos parece que se otorgó al indio una libertad completamente determinada, cuyas prerrogativas, además de ser susceptibles de cualquier cambio creído conveniente por la Corona y para la Corona, eran completamente específicas.

     Se concedió a los indios una autonomía vigilada; se les permitía vivir en poblaciones separadas de los españoles manteniendo una forma de gobierno propia, la cual incluso era reconocida como una “República”, también se les permitía conservar su lengua y su forma de vestir, peculiar, en voz de Lucas Alamán.

     La implicaciones a las que nos lleva a reflexionar todo esto, redundan precisamente en el hecho de que los indios eran exiliados dentro de su propia tierra, eran considerados una nación completamente separada, por una parte, mientras que por la otra, desde la propia perspectiva indígena, todo aquello que no formaba parte en algún sentido de su situación era considerado extranjero. No es de extrañar que en éste marco el rencor, el odio y la desconfianza fueran los principales “sentimientos” externados desde la población indígena hacia el resto de los coterráneos.

     Si bien, como hemos mencionado anteriormente, se emprendieron varias campañas de adoctrinamiento (educación) con el objetivo de librar al indio de las fauces de la ignorancia y el atraso, posteriormente, se cayó en la cuenta, según Alamán, “de que no convenía dar demasiada instrucción a aquella clase”, de hecho, algunos caros personajes, como el virrey marqués de Branciforte consideraban que a esta franja de la población, la india, “no había que dar más instrucción que el catecismo”.[8]

     Así las cosas, los indígenas que llegaban a “cultivarse” lo hacían ordenándose como sacerdotes y encerrándose en las parroquias de sus pequeños poblados.

     Alamán nos entrega un trazo más de la personalidad del indio: habiendo discurrido por las infames condiciones en que se le mantenía y la extrema ignorancia con que era tratado, no resulta extraño que entre estos funestos personajes el robo y la embriaguez constituyeran prácticas cotidianas que terminaran por constituir, incluso, formas de expresión y de subsistencia. Así, al ser considerados falsos, crueles y vengativos, se recomendaba (exigía) su sobriedad, sufrimiento y resignación de manera abnegada ante una situación, como se ha dicho, justificada dentro de “lo natural”.

     Habiendo hecho este recorrido, Andrés Lira pasa a un segundo momento en la obra de Lucas Alamán, y nos entrega la visión que éste tenía de la sociedad mexicana de su tiempo:

     En el entendido de que las pretensiones de Alamán son casi en su totalidad económicas, vemos que para él la mexicana es una situación cuyas instituciones son caducas y disfuncionales; una situación que posee los elementos para alcanzar la prosperidad pero que no sabe asirse a ellos; una nación en decadencia que como cuerpo social se encuentra en la miseria; una nación mexicana en la que ha menester una reforma de fondo. ¿Cuáles son los consortes propuestos por Alamán? Desde nuestra perspectiva, es posible ubicar la propuesta de Alamán en el terreno económico. Manteniendo tranquilo y controlado al pueblo, dejándolo desarrollarse en su paz y en su quietud casi rumiante; reconociendo la irrevocabilidad del espíritu religioso en la población, el cual contribuye a que la “docilidad y la buena inclinación” sean siempre presentes en su espíritu, y, además, sacando de este noble pueblo buenos y entregados hijos de la patria, dispuestos a trabajar de sol a sol en la explotación de la riqueza agrícola, mineral y fabril de éste territorio mexicano. Pan y circo para asegurar que la fuente creadora de valor no falte y los engranes del progreso no se detengan.[9]

 
 


CONCLUSIÓN


     A lo largo de esta breve reflexión hemos expuesto de manera general, al no poseer aún un conocimiento agotado del tema, las circunstancias en que terriblemente subsistía la población indígena en los albores de la nación mexicana. Si bien este tema se encuentra tácito en las reflexiones históricas de los tres personajes presentados por Andrés Lira, la pujante situación en la que aún se encuentran los individuos indígenas, cantera de nuestro ser como “nación”, ha sido la principal inspiración para el desarrollo de este ejercicio reflexivo.

     El pasado y el presente indios, en términos de nuestros autores, es negado. Ese rostro descalificado se compone por una gran diversidad de pueblos, comunidades y sectores sociales esparcidos, algunos de manera irregular, por todo lo largo y ancho del país. El carácter distintivo de estos pueblos, a nuestro parecer, radica en que son portadores de una cosmovisión y una forma de organización vital que encuentran sus orígenes en la milenaria sabiduría  “prehispánica”, por tanto, son producto de un proceso histórico innegable. Así, las comunidades resultan un intrincado tejido de conocimientos generalizados, actividades diversificadas y especializaciones indispensables para llevar la vida con autonomía.

     Occidente ultrajó la pureza de aquellos pueblos transformándolos en masas silenciosas que transitan agachadas soportando una falsa cruz.

     Al negar su pasado indígena, la nación mexicana ha despertado sin encontrarse, sin poder recordar lo que fue. No recuerda ni haber muerto ni haber nacido. Los mexicanos nos hemos liberado sin siquiera poder levantarnos. Somos no somos, en el presente nos confundimos, de la gran madre nos hemos ido y en hijos bastardos de un Occidente lejano nos hemos convertido.

     La piel indígena de nuestra nostalgia cayó con nuestro mañana, se han destrozado sus alas y sus garras de obsidiana; hasta el momento transitamos sin rostro, como una sombra vagamos por los pasillos solitarios y silenciosos de nuestra historia.

 


 

 

 

Bibliografía

Lira, Andrés. El espejo de discordias. La sociedad vista por Lorenzo de Zavala, José María Luis Mora y Lucas Alamán. SEP. México. 1984. Pp. 195.

 



[1] Nos referimos a la Recopilación de leyes de los Reinos de Indias, promulgada en 1680 y publicada al año siguiente. Cfr. Libro VI “De los indios”.
[2] Cfr. Andrés Lira. Espejo de discordias. La sociedad vista por Lorenzo de Zavala, José María Luis Mora y Lucas Alamán. SEP. México. D.F. 1984. p.32.
[3] Ídem.
[4] Ibíd. p. 33.
[5] Ídem.
[6] Ibíd. p. 79.
[7] Ibíd. pp. 167 ss.
[8] Ibíd. p. 163.
[9] Cfr. pp. 177 ss.

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