Las edades del filósofo
Por: Óscar de la Borbolla*
Pero pasa el tiempo y con ello se despejan los ánimos como se despeja el cielo cuando escampa; pasa el tiempo y vienen la convivencia, el deterioro y hasta el hastío; los pensamientos dejan de emocionar, las páginas de los libros de filosofía se levantan sin estremecimiento; se descubre que aquellas ideas que provocaban orgasmos en el alma no son, en el fondo, ni tan originales ni tan luminosas: ésta es como aquélla, aquélla se opone a la otra y, por fin, un día, La Filosofía, La Verdad, se vuelve una secuencia de filosofías, un museo de verdades rotas; el primer amor se confunde con el segundo, con el tercero, con el cuarto; se pierde la cuenta de los amores, se pierde el amor, la amante se convierte en esposa, la admiración se hace costumbre, y la encendida e incendiaria vocación filosófica amanece transformada en medio de vida, en simple oficio para ganarse la vida.
El filósofo maduro madura con la filosofía como quien tiene durmientes, como quien construye una vía de ferrocarril: se vuelve profesor universitario y está obligado a dar clases de lo que amaba: a convertir en papila didáctica los más abstrusos pensamientos; a presentar un proyecto que justifique un salario, a elaborar una ruta crítica en la que diga: Ahora voy a pensar en este tema, voy a comenzar por aquí, voy a continuar por allá y voy a llegar a esto en tantos meses… El filósofo maduro se vuelve un burócrata metódico que escucha con fatiga los pensamientos: sus propios pensamientos y los ajenos. Ya no tiene la necesidad de entregarse, ya no busca para entregarse, busca dar clase y para cumplir con su proyecto de investigación semestral. La entrega a las ideas la considera una actitud pueril; ser incondicional de unas ideas significa sólo infantilismo filosófico. El filósofo maduro es suspicaz, es reticente, es escéptico; pero no escéptico porque dude, sino porque ya no ama lo suficiente: ya no daría la vida por una verdad. Sabe que hay demasiadas verdades en el mundo: una para cada día de la semana, una para cada día del mes; una verdad para cada estación del año. Sabe que la verdad es un repertorio de modas de temporada. Y, entonces, comienza la metamorfosis de fondo: el filósofo se transforma en profesor de filosofía, es decir, en erudito, es decir, coleccionista. Si no hay verdad que valga la pena, tal vez el acopio de todas, ser un conocedor, sirva para justificar la vida. Ya no importa la verdad, sino lo que dijeron A, B, C, D, E, F, G…
Pero sigue pasando el tiempo, y pasa tanto que, por fin, el filósofo viejo descubre que todo el tiempo ha quedado a sus espaldas, que el tiempo yace acomodado en un librero, que el tiempo se convirtió en libros de filosofía, escritos o leídos; en ponencias de filosofía, en pensamientos filosóficos y, al no quedarle ya más tiempo, el filósofo viejo se encarga de su obra como los padres se encargan de sus hijos, como los abuelos se recargan en su mecedora, como los árboles cansados se recargan en la tapia sobre la que apoyan sus ramas. Así se recarga el filósofo viejo en la filosofía y, entonces, ya no hay mucho que hacer: arrepentirse o entender, por fin, algo. Ser todavía como el insaciable doctor Fausto que al final del camino se dispone a vender su alma al instruida al diablo para conseguir una segunda oportunidad, o ser como Juan Jacobo Casanova, el seductor veneciano, quien después de una vida, como casi todas, en la que no se logra consolidar nada, viejo, decrépito, impotente, con los recuerdos de la sífilis, pobre y acabado voltea desde el balcón de sus memorias y declara que de contar con otra vida haría lo mismo.
A los 20 años cualquiera es filósofo, a los 80 sólo algunos consiguen entender que la filosofía, o cualquier cosa a la que uno haya entregado la existencia, es el sentido. No es que se tenga sentido, sino que fue el sentido: lo que nos mantuvo en un cauce en medio del absurdo.
*Óscar de la Borbolla, escritor y filósofo mexicano. Es Doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Sus obras literarias, innegablemente son una muestra del ingenio y la buena prosa que ha tenido a bien cultivar nuestro escritor a lo largo de su carrera académica y literaria. Aunque él no lo diga, es uno de los filósofos en nuestro país que más conoce de la obtusa filosofía heideggeriana y sartreana, mismas que han de una u otra manera influenciado en su propia obra. Entre sus escritos, destaca por supuesto, aquel libro extraño que lleva el titulo de "Las vocales malditas". Pero la lista es larga, ya que el cuento, el ensayo y novela se suman a las filas de su amplia producción literaria. Su última novela, El futuro no será de nadie, en palabras de su autor, fue un trabajo de más de 10 años, que vía la narrativa, aborda uno de los problemas ontológicos que más toca a los seres humanos: el amor. En la actualidad, se desempeña como catedrático de filosofía en la UNAM, y colabora en algunos medios de comunicación: radio y televisión. Además de tener en puerta su siguiente novela. El breve ensayo que ahora dejamos a sus lectores, fue publicado originalmente en la revista Tlamatinime. Revista que tuvo como finalidad la difusión de la cultura y que generosamente apoyó el Dr. Óscar de la Borbolla.
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