jueves, 31 de enero de 2013



La expresión mediante imágenes en Hegel.


Por: Andrés Olvera Ponce.*


El propósito de este trabajo es caracterizar la expresión hegelina. Para ello nos orientaremos a la expresión escrita y haremos referencia a la expresión filosófica y poética, señalando cómo en la escritura se muestra la fragmentación que se vive en la filosofía y en la poesía en el siglo XX.  Posteriormente, caracterizaremos la expresión romántica, en clara oposición con la actual expresión posmoderna, pues si bien ésta nos muestra un estado de pulverización, la expresión romántica mostrará rasgos opuestos. Por último, señalaremos los matices poéticos que presenta en Hegel la expresión escrita, diferente en algunos puntos de la expresión romántica en general.

I

Para nadie es un problema aceptar que la filosofía y la poesía son asuntos de palabras. Es decir, que  tanto el filósofo como el poeta utilizan en su actividad a la palabra como instrumento para dar cuenta de la realidad en que se encuentran; por tanto, la palabra (hablada o escrita) es el medio a través del cual se expresa el pensamiento del filósofo y el sentimiento del poeta. De esta manera, palabra y expresión son semejantes en tanto que sirven para manifestar pensamiento o un sentimiento, aunque pudiera observarse que existen múltiples modos para manifestarlos y la palabra es uno de esos modos. En este caso no nos interesa tanto la expresión hablada, sino escrita, por la permanencia que tiene esta última.

Cuando el hombre filosofa o cuando el poeta crea no es sólo la capacidad racional o la imaginativa la que se utiliza; cuando esto sucede, el hombre todo se encuentra inmerso en esa tarea. En la filosofía, la exigencia de la claridad el rigor son necesarios para cumplir con su propósito: pensar la realidad. ¿Y qué significa esto? Quiere decir que el objeto de reflexión es el universo viviente mismo, con toda la gran variedad de seres que lo integran, pero que ha de ser pensado en profundidad sólo cuando se está bien provisto de un arsenal lógico que permita la precisión y la claridad. Sin embargo, con asombro vemos que la experiencia nos muestra sólo hechos aislados, particulares, que requieren de algo que defina y unifique y, en cierto modo, ese algo sólo puede ser razón. La herramienta propia de la filosofía —como actividad principal racional— para cumplir con la función de abstraer lo fundamental de las cosas es el concepto, entendido como un procedimiento racional que posibilita la descripción, la clasificación y la previsión de los objetos cognoscibles. Pero en esa tarea existe la posibilidad de olvidarse de la realidad y permanecer sólo en los conceptos, y en su expresión: las palabras; la posibilidad que no debe darse si el objeto de reflexión es la realidad, no el lenguaje. Este caso pudiera ser un tipo de filosofía autorreferente y que pudiera definirse como aquella que en su proceso de reflexión se confunde con su propio interior, al perder de vista el objeto que motivó esa actividad. Pero, en todo caso, en la filosofía una expresión clara y precisa es condición necesaria para que se dé una buena comunicación; también es importante porque sólo por ella—por la comunicación, así sea con nuestro interior—encontramos la verdad. Esta condición reflexiva de la filosofía nos remite  a su aspecto social. Y quizás la necesidad de reunirnos en la búsqueda del conocimiento sea porque consideramos  que los hombres, seres finitos y relativos, no pueden tener acceso a la verdad absoluta, por lo menos en filosofía, aunque pareciera posible en otras actividades tales como el misticismo. Y en ese dialogo  que se establece en la búsqueda de la verdad la expresión juega un papel muy importante, porque permite que los otros entiendan claramente el mensaje. Pero cuando en la filosofía la palabra deja ser el  instrumento principal de la razón para aliarse con el poder, entonces se pierde la posibilidad del diálogo y la palabra pierde su poder propio que es el político:

“El cambio que está produciendo ahora representa una disminución progresiva de la participación verbal, una ineficacia de la palabra como vinculo de comunidad… La política se hace irracional…porque se impone a todos, por sí sola, una fuerza mayor; la cual por ser fuerza, ya no es razón pensada y argumentable…[1]
Por esta situación, la palabra deja de ser la posibilidad de intercambiar experiencias o puntos de vista para convertirse en un arma de la violencia y la imposición, fenómeno que resalta más en los llamados tiempos de paz. La situación no admite posibilidad alguna de sobrevivencia para la palabra, vehículo de lo racional, pues, “ante la razón necesaria, la razón de fuerza de mayor, resultan superfluas las razones justificantes…”[2]
En resumen, la palabra parece destinada al silencio en un mundo en el que al poderoso no le interesa escuchar al otro y mucho menos le interesa intercambiar opiniones para buscar la justificación de algún acto: ¿para qué querría el poderoso darle explicaciones a alguien que no tiene el poder para perjudicarlo? Así es como la filosofía parece haber encontrado una forma de morir, de desaparecer: callar ante la imposición. De esta forma:

“…lo que deberíamos de temer, y de lo cual ya existen síntomas patentes, es que se suspenda el régimen dialógico de vida por otro que no sea literalmente dialógico, y que no requiera entendimiento…[3]

Esto se plantea como posible en la filosofía; y algo similar acontece al arte y, con él, a la poesía. Tanto para Vattimo[4] como para Aquilino Duque[5] aquello que ha provocado el silencio en el arte—como reacción—ha sido la acción del Poder, el Estado o la burocracia; así pues, el arte autentico ha reaccionado renegando de todo el elemento de deleite inmediato en la obra, rechazando, con ello, la comunicación y optando por el puro y simple silencio. Uno de los elementos que la obra rechaza es la belleza. Sin embargo, el silencio del que aquí se habla no tiene nada que ver con ese otro tipo de silencio que tiene un significado mucho más rico que la palabra. Por principio de cuentas, este silencio como reacción se distingue porque es, de alguna forma, voluntad; porque la posibilidad de expresar no se ha cancelado y se muestra cuando otros artistas siguen creando tal coma la tradición lo indicaba, es decir, cuando se pueden crear obras que se presentan como un conjunto de objetos, diferenciados en sí por lo que dicen y no sólo sobre la base de su mayor o menor capacidad de negar la condición del arte. Sin embargo, en el silencio místico la situación parece tener cierto matiz de improvisación expresiva, derivada de no poder expresar un tipo de realidad que no está al alcance  de las palabras, pero que, no obstante, es un indicador quizá más valioso, pues no da un indicio de la verdadera naturaleza de lo que se pretende manifestar imposiblemente por la palabra. En síntesis, el silencio contemporáneo lo es por un exceso; se manifiesta por una destrucción de la palabra, por la gran habladuría que puebla el mundo; y, en este sentido, sigue siendo voluntario el asunto: ese fenómeno destructivo parece originarse en la intención de uniformar o nivelar toda la realidad: “…Para nadie es un secreto que hoy nos encontramos inmersos en el lenguaje sofista que todo lo uniforma, que nivela toda la realidad…”[6] por su parte el silencio del místico parece intentar expresar lo inefable a través  de sugerencias paradójicas, siempre que por paradoja entendemos “…la reunión de términos o imágenes contradictorias que en su misma contradicción anulan la palabra para hacer estallar la Palabra verdadera…”[7] Así, habría un silencio por pérdida de sentido en la habladuría y otro por sobreposición e insuficiencia ante lo designado.

En suma, la expresión contemporánea manifiesta una gran pulverización, una división entre lo racional y lo sentimental, tal vez porque el mundo contemporáneo ha tendido que olvidar lo unitario. Y en gran parte se debe a que la palabra ya sólo se ha usado para imponer, y no para poder argumentar con base en el diálogo, como podría ser en filosofía, y así se ha tornado esa actividad filosófica en actividad plenamente retórica, en la que lo importante es la búsqueda de la verdad sino la justificación de la situación. También el arte tiende a mostrar una expresión fragmentada como una reacción de protección ante el empuje de los centros de poder. Sin embargo, parece que históricamente existe un movimiento previo que en lugar de buscar lo fragmentario, privilegia la unidad sobre toda otra cosa. Y esa intención provoca que la palabra muestre un equilibrio entre la razón y el sentimiento. Ese momento histórico es llamado el Romanticismo.

II

En la historia de la filosofía parece presentarse un momento en el cual la intención es resaltar la síntesis entre lo que se piensa y lo que se siente; dicho momento, dijimos, se le conoce con el nombre de Romanticismo; movimiento que es, a su vez, el punto de culminación de la reacción ante la posición kantiana, en la que la razón estaba limitada por los sentidos y por la metafísica, o sea, por la sensibilidad y la fe. Así pues, en el Romanticismo la razón trasciende esas fronteras por su intención de alcanzar lo Infinito, concepción que comienza con Fichte. Además de darle peso al sentimiento, el Romanticismo se destaca en el arte porque considera que los bello es lo vivo y lo vivo  es lo que se evade de lo estrictamente racional, además de que el mundo pesa cósmicamente sobre el intelecto; al contrario del movimiento neoclásico, aquí la naturaleza domina al hombre y el arte no tiene otra finalidad fuera de expresar esa dominación. Finalmente la inteligencia se refleja en la dispersión que se manifiesta en la aparición de literaturas regionales y alzamientos periféricos[8]. Es muy probable que lo anterior nos lleve a pensar que en el Renacimiento también aparecía una división notable en la concepción de la realidad, cargada ahora de manera radical hacia el sentimiento, la irracionalidad, la ausencia de método y por considerar al arte con un fin en sí mismo. No obstante, dentro de un movimiento con esas características, es interesante entender que se busca superar la división kantiana de la realidad racional y la realidad real, pero no tendiendo hacia el extremo opuesto que consistiría en hacer prevalecer el sentimiento y la fe como realidades vivientes por sobre todas las cosas, sino en manifestar un equilibrio entre la razón y el sentimiento. Tal posición de integración y equilibrio se encuentra manifestada en la filosofía de Hegel, sobre todo porque en la él “La expresión más allá del Absoluto —cuerpo y espíritu al mismo tiempo—, se encuentra en el arte donde se unen y pactan materia y espíritu…”[9] Esto significa que esa síntesis se expresa mediante el uso del concepto y la imagen (ya en metáfora o alegoría, etc.), dando origen a un lenguaje, pues, muy conceptual pero en gran parte imaginativo , siempre y cuando se entienda la imagen como la representación de seres inmateriales o de ideas abstractas en formas sensibles y animadas. En suma, la expresión de lo que se considera verdadero adquiere gran belleza al utilizar estos recursos verbales. Según Aristóteles, el concepto (logos) es lo que define a la sustancia o esencia necesaria de una cosa; mientras que la metáfora es definida por el mismo Aristóteles, en sentido genérico, como un modo indirecto de hablar, es decir que la metáfora consiste en dar a una cosa un nombre que pertenece a otra cosa, produciéndose la transferencia del genero a la especie, o de la especie al género, o con base en la analogía. Igualmente puede considerarse en la modalidad de símil y de alegoría. En Hegel, la expresión de su filosofía se logra a través de imágenes vividas. Basta con abrir una de las páginas de la Fenomenología del Espíritu para encontrar más de un ejemplo de ellas:

“Lo bello, lo sagrado, lo eterno, la religión y el amor son el cabo que se ofrece para morder el anzuelo… A esta exigencia responde el esfuerzo acucioso y casi ardoroso y fanático por arrancar al hombre de su hundimiento en lo sensible, en lo vulgar y lo singular, para hacer que su mirada se eleve hacia las estrellas, como si el hombre, olvidándose totalmente de lo divino, se dispusiera a alimentarse solamente a cieno y agua, como el gusano… El espíritu se revela tan pobre, que, como el peregrino en el desierto, parece suspirar tan sólo por una gota de agua, por el tenue sentimiento de lo divino en general, que necesita para confortarse.”[10] 

La expresión que se presenta en esa filosofía manifiesta una relación coherente entre la expresión de dar cuenta del absoluto y de restaurar al hombre que había dividido Kant al presentarlo separado entre razón e intuición; a su vez, esta filosofía, quiere dar cuenta de la realidad, con el cambio y la contradicción que siempre manifiesta, por lo que sólo la imagen podrá ser el medio adecuado para satisfacer ese propósito de dejar clara la idea mediante la relación figurativa de la imagen. De este modo, la imagen es el complemento necesario del concepto: son uno y expresan el dinamismo de lo uno.

No obstante, todas las obras hegelianas presentan la misma forma expresiva, dependiendo de la obra que se trate dan algunas diferencias. Por ejemplo, en relación con la Fenomenología del espíritu. “Se trata, indudablemente, de una de las concepciones más imaginativas y poéticas que se le hayan ocurrido a un filósofo”[11] Caso contrario parece presenta la Ciencia de la lógica, pues por su carácter analítico en general no se presta para utilizar un lenguaje con un cierto tono imaginativo, y por ello “La lógica de Hegel es (según él mismo indicó) algo abstracto y aislado…”[12] Estas dos instancias dan una breve muestra del estilo que Hegel utiliza, tanto para expresar el desarrollo de su sistema como para expresar su metalógica, que es, según nosotros, el que primero use el lenguaje figurativo y en el segundo caso, el lenguaje más puntualmente conceptual. O bien, para resumir lo anterior:

“Casi como Shakespeare, Hegel piensa a menudo con imágenes… pero importa mucho darse cuenta de que, lo que sucede con la mayoría de los filósofos, Hegel no busca una imagen con la que hacer visible sus ideas: sus dificultades residen frecuentemente en transmitir a la vez la intuición y la idea… Hegel no busca términos que sean abstractos —busca palabras que retengan un núcleo sensorial— aunque se empleen en una prosa metafísica.”[13]      
De aquí la dificultad de su texto y la preponderancia del lenguaje imaginativo. De esta forma, Hegel presenta su teoría como una expresión figurativa, sugerente; y a través de esa expresión imaginativa se manifiesta el concepto.

A pesar de que una de las notas románticas era el considerar al arte como un fin en sí mismo, en Hegel se presenta de manera diferente, ya que su obra no es principalmente poética sino filosófica, y adquiere enorme relevancia porque es el primer paso hacia el conocimiento del Espíritu Absoluto, “en él empieza a realizarse totalmente la idea, es decir, tanto la aproximación de la consciencia humana a Dios como la plenaria realización de Dios mismo”[14] En resumen: “La estética está aquí al servicio de la metafísica y es paso dentro del cuerpo de pensamiento metafísico”[15]

En conclusión, la expresión hegeliana se caracteriza porque manifiesta en esa unidad expresiva los cuatros tipos principales del lenguaje figurativo: la metáfora, que es la traslación del significado de un vocablo de un objeto a otro por la semejanza que tienen entre sí; la alegoría, que se define como la expresión continuada de una metáfora; la sinécdoque, que expresa la relación que media entre el todo y sus partes; y también la metonimia, que consiste en trasladar el nombre de un sujeto a otro en virtud de una relación de sucesión que hay entre ambos.

De este modo, la relación que existe entre la concepción filosófica y la expresión textual hegeliana es mutuamente determinante; la palabra figurativa obedece a una necesidad ontológica, puesto que, en términos de Hegel, no puede haber disociación entre el concepto y su expresión. En suma, la expresión textual en imágenes es el complemento necesario de la concepción filosófica unitaria de Hegel.       



* Andrés Olvera Ponce, es maestro en filosofía por la Universidad de Guanajuato, especializado en filosofía de la ciencia, en dónde su interés se ha centrado en el pensamiento filosófico de Wittgenstein. Sin embargo, y quizá alejado de lo anterior, también gusta de cultivar los problemas concernientes a la Estética. El presente trabajo es un ejemplo de sus inquietudes sobre la relación entre la poesía y la filosofía, a través del pensamiento hegeliano.
[1] Nicol, Eduardo, Ideas de vario linaje, UNAM, p, 315.
[2] Ibid, p, 318.
[3] Ibid, p 319.
[4] Vattimo, Gianni, El fin de la modernidad, Planeta-Agostini, p, 79.
[5] Duque, Alquino, El suicidio de la modernidad, Bruguera, p, 99.
[6] Xirau, Ramón, Palabra y Silencio, Siglo XXI, p, 145.
[7] Ibid, p, 52.
[8] Díaz Plaja, Guillermo, Hacia un concepto de la literatura española, Espasa-Calpe, p, 21.
[9] Xirau, Ramón, Introducción a la Historia de la Filosofía, UNAM, México, p, 287.
[10]Hegel, W., Fenomenología del espíritu, FCE, México, pp, 10-11
[11] Kaufmann, W. Hegel, Alianza, p, 128.
[12] Ibid, p,206,
[13] Ibid, pp, 153-154.
[14] Xirau, Ramón, Introducción a la Historia de la Filosofía, UNAM, México, p, 299.
[15] Ibid.

lunes, 28 de enero de 2013


Las edades del filósofo
Por: Óscar de la Borbolla*



Hacer filosofía los 20 años es para algunos desnudar al ser en su verdad, es cohabitar con la verdad bajo el resplandor de cada ocurrencia, es emocionarse con las polvaredas que levantan los torpes manotazos del pensar juvenil. Hacer filosofía a los 20 años es creer en la posibilidad de la verdad, es suponer que la primera verdad que se alcanza es ya la última y definitiva. Los ánimos del joven llevan a la filosofía un ímpetu similar al del primer amor, y no es extraño ser apasionado y terco, dogmático y ciego a esa edad. Las páginas de Platón o Marx, de Schopenhauer o de Nietzsche, de Bakunin o de cualquiera se levantan como quien le alza por primera vez la falda a una mujer. Toda lectura juvenil es erótica, porque el joven necesita entregarse; los pensamientos que descubre, los descifra, los que grita son como las caricias maternales. La madre es la religión y sus caricias se han venido depositando en la conciencia hasta adormecerla: son esas pequeñas seguridades con las que nos arroparon en la infancia. Los primeros pensamientos filosóficos, en cambio, son caricias sensuales que inquietan, que despiertan el deseo de posesión, un deseo carnal por el conocimiento, las ganas de revolcarse con la realidad hasta alcanzar su más profundo secreto, su misterio abierto para nosotros. A los 20 años cualquiera se enamora incondicionalmente de una filosofía; cualquiera es amante de una filosofía; cualquiera está dispuesto a morir por una verdad; cualquiera es amante de la sabiduría o, de una palabra, a los 20 años cualquiera es filósofo.

Pero pasa el tiempo y con ello se despejan los ánimos como se despeja el cielo cuando escampa; pasa el tiempo y vienen la convivencia, el deterioro y hasta el hastío; los pensamientos dejan de emocionar, las páginas de los libros de filosofía se levantan sin estremecimiento; se descubre que aquellas ideas que provocaban orgasmos en el alma no son, en el fondo, ni tan originales ni tan luminosas: ésta es como aquélla, aquélla se opone a la otra y, por fin, un día, La Filosofía, La Verdad, se vuelve una secuencia de filosofías, un museo de verdades rotas; el primer amor se confunde con el segundo, con el tercero, con el cuarto; se pierde la cuenta de los amores, se pierde el amor, la amante se convierte en esposa, la admiración se hace costumbre, y la encendida e incendiaria vocación filosófica amanece transformada en medio de vida, en simple oficio para ganarse la vida.

El filósofo maduro madura con la filosofía como quien tiene durmientes, como quien construye una vía de ferrocarril: se vuelve profesor universitario y está obligado a dar clases de lo que amaba: a convertir en papila didáctica los más abstrusos pensamientos; a presentar un proyecto que justifique un salario, a elaborar una ruta crítica en la que diga: Ahora voy a pensar en este tema, voy a comenzar por aquí, voy a continuar por allá y voy a llegar a esto en tantos meses… El filósofo maduro se vuelve un burócrata metódico que escucha con fatiga los pensamientos: sus propios pensamientos y los ajenos. Ya no tiene la necesidad de entregarse, ya no busca para entregarse, busca dar clase y para cumplir con su proyecto de investigación semestral. La entrega a las ideas la considera una actitud pueril; ser incondicional de unas ideas significa sólo infantilismo filosófico. El filósofo maduro es suspicaz, es reticente, es escéptico; pero no escéptico porque dude, sino porque ya no ama lo suficiente: ya no daría la vida por una verdad. Sabe que hay demasiadas verdades en el mundo: una para cada día de la semana, una para cada día del mes; una verdad para cada estación del año. Sabe que la verdad es un repertorio de modas de temporada. Y, entonces, comienza la metamorfosis de fondo: el filósofo se transforma en profesor de filosofía, es decir, en erudito, es decir, coleccionista. Si no hay verdad que valga la pena, tal vez el acopio de todas, ser un conocedor, sirva para justificar la vida. Ya no importa la verdad, sino lo que dijeron A, B, C, D, E, F, G…

Pero sigue pasando el tiempo, y pasa tanto que, por fin, el filósofo viejo descubre que todo el tiempo ha quedado a sus espaldas, que el tiempo yace acomodado en un librero, que el tiempo se convirtió en libros de filosofía, escritos o  leídos; en ponencias de filosofía, en pensamientos filosóficos y, al no quedarle ya más tiempo, el filósofo viejo se encarga de su obra como los padres se encargan de sus hijos, como los abuelos se recargan en su mecedora, como los árboles cansados se recargan en la tapia sobre la que apoyan sus ramas. Así se recarga el filósofo viejo en la filosofía y, entonces, ya no hay mucho que hacer: arrepentirse o entender, por fin, algo. Ser todavía como el insaciable doctor Fausto que al final del camino se dispone a vender su alma al instruida al diablo para conseguir una segunda oportunidad, o ser como Juan Jacobo Casanova, el seductor veneciano, quien después de una vida, como casi todas, en la que no se logra consolidar nada, viejo, decrépito, impotente, con los recuerdos de la sífilis, pobre y acabado voltea desde el balcón de sus memorias y declara que de contar con otra vida haría lo mismo.

A los 20 años cualquiera es filósofo, a los 80 sólo algunos consiguen entender que la filosofía, o cualquier cosa a la que uno haya entregado la existencia, es el sentido. No es que se tenga sentido, sino que fue el sentido: lo que nos mantuvo en un cauce en medio del absurdo.




*Óscar de la Borbolla, escritor y filósofo mexicano. Es Doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Sus obras literarias, innegablemente son una muestra del ingenio y la buena prosa que ha tenido a bien cultivar nuestro escritor a lo largo de su carrera académica y literaria. Aunque él no lo diga, es uno de los filósofos en nuestro país que más conoce de la obtusa filosofía heideggeriana y sartreana, mismas que han de una u otra manera influenciado en su propia obra. Entre sus escritos, destaca por supuesto, aquel libro extraño que lleva el titulo de "Las vocales malditas". Pero la lista es larga, ya que el cuento, el ensayo y novela se suman a las filas de su amplia producción literaria. Su última novela, El futuro no será de nadie, en palabras de su autor, fue un trabajo de más de 10 años, que vía la narrativa, aborda uno de los problemas ontológicos que más toca a los seres humanos: el amor. En la actualidad, se desempeña como catedrático de filosofía en la UNAM, y colabora en algunos medios de comunicación: radio y televisión. Además de tener en puerta su siguiente novela. El breve ensayo que ahora dejamos a sus lectores, fue publicado originalmente en la revista Tlamatinime. Revista que tuvo como finalidad la difusión de la cultura y que generosamente apoyó el Dr. Óscar de la Borbolla.          





sábado, 5 de enero de 2013


La respuesta de Hegel al problema escéptico


Por: Norma Ortega


La única certidumbre es que nada hay cierto, y nada
es más mísero y soberbio que el hombre.
Plinio


La epistemología contemporánea intenta dar respuesta a tres problemas fundamentales: qué es el conocimiento, qué podemos responder al escéptico y, cuáles son las propiedades y formas de transmisión de la justificación de nuestro conocimiento. Este trabajo esboza una respuesta al escéptico desde la postura hegeliana.

Es cierto que se ha negado la posibilidad de que en el pensamiento hegeliano exista una epistemología como tal, debido a que ésta difiere fundamentalmente de los estándares que tradicionalmente se le adjudican a tal disciplina filosófica; sin embargo, a decir de Westphal, se ha observado que la epistemología hegeliana es un intento bastante sofisticado de concebir una teoría del conocimiento, al grado que ha suscitado un gran interés por los contemporáneos. Es por ello que, resulta importante abordar el problema escéptico desde una postura no necesariamente analítica y ésta es la que Hegel nos ofrece.

Es sabido que abordar el pensamiento hegeliano es complicado en tanto que éste se explica a través de todo su sistema, de modo que responder a un problema apoyándonos en él, se antoja complicado. No obstante, el mismo sistema nos dará luces para responder, quizá no exhaustivamente, la siguiente pregunta: ¿Cuál es la respuesta que Hegel da al escéptico?, para ello, en primer lugar expondré qué se entiende por escepticismo en general, concentrándome principalmente en la concepción que de éste tenía la filosofía clásica, pues la respuesta hegeliana centra su atención en ésta. En segundo lugar abordaré qué entiende Hegel por escepticismo, para lo cual se mostrará la división que nuestro filósofo hace de él, a saber, escepticismo antiguo y nuevo escepticismo. En tercer lugar, mostraré el problema de Hume como un ejemplo de lo que Hegel define como nuevo escepticismo, así como la crítica que a tal filósofo formula. Finalmente esbozaré cuál es la respuesta que Hegel da al escepticismo.

I
La palabra escepticismo proviene del griego sképtikós: ‘que observa sin afirmar’; esta palabra se deriva a su vez del verbo sképtomai: ‘yo miro, yo examino, yo considero’; el escéptico es el que examina sin afirmar. De conformidad con la orientación general del término, escepticismo es la doctrina que pone en duda la posibilidad de conocer, aunque originalmente se le concibió únicamente como la consecución de la felicidad como ataraxia, mediante un tipo especial de indagación.
La ataraxia o tranquilidad del espíritu se alcanzaba, según los escépticos griegos, mediante la negación de cualquier doctrina, fin último de la indagación, pues ésta pondría de manifiesto la inconsistencia de cualquier concepción que sobre el mundo se formulará, ya que cualquiera que se eligiera sería igualmente engañosa; es por ello que el resultado de tal indagación sería la abstención de aceptar ninguna doctrina como cierta. La indagación, en este sentido, sería el medio para lograr tal denegación y, con ella, la ataraxia.
El escepticismo griego se desarrolló en tres escuelas: La escuela pirrónica, la Académica y la orientación de Los escépticos posteriores.
 La escuela pirrónica, considerada como la expresión más radical del escepticismo, debe su nombre a Pirrón de Elis, quien negaba la existencia de lo verdadero o falso, bueno o malo por naturaleza, pues según sus propias palabras nada hay realmente cierto, puesto que los hombres hacen todas las cosas por ley o por costumbre[1]. Pirrón, en este sentido, planteaba una suspensión de todo juicio sobre la naturaleza de las cosas, debido a la imposibilidad de afirmar contundentemente la verdad o falsedad en ellas. Esta suspensión del juicio lo llevaría a afirmar que cualquier cosa es indiferente para el hombre, incluso los insumos de los sentidos (a los cuales no se debía tener confianza alguna), al grado que como cuenta Diógenes, iba sin mirar ni esquivar nada, chocaba con carros, precipicios o perros[2].
La escuela de Pirrón se agotó prontamente, sin embargo las preocupaciones escépticas fueron retomadas, con un giro distinto, por los filósofos de la Academia, quienes se inspiraron en la idea platónica sobre la imposibilidad de basar la ciencia en el mundo de lo sensible, respecto al cual sólo pueden obtenerse opiniones. Representante de esta nueva postura fue Carnéades, quien afirmó que ni los sentidos ni la razón pueden valer como criterios de verdad del conocimiento, aunque asumió que en la vida práctica y lo concerniente a la felicidad, era posible asumir un criterio de credibilidad y con él, de probabilidad<!--[if !supportFootnotes]-->[3]<!--[endif]-->.
A la muerte de Carnéades, los intereses escépticos de la Academia fueron abandonados, aunque retomados por otro grupo de filósofos, quienes retornaron a las preocupaciones pirrónicas, ellos son: Enesidemo, Agripa y Sexto Empírico. Enesidemo, por su parte, retomó la problemática sobre la naturaleza de los contrarios y la imposibilidad de determinar su verdad o falsedad; asimismo planteó diez tropos o modos para llegar a la suspensión del juicio derivada de la reflexión pirrónica. Agripa, de acuerdo con Sexto Empírico, planteó cinco tropos más, que servirían para combatir las opiniones de los dogmáticos. Finalmente, Sexto Empírico, además de estudiar, recopilar y distinguir las posturas escépticas anteriores a él, defendió que en la vida práctica un escéptico debía seguir las apariencias de los fenómenos y ofreció para ello cuatro guías fundamentales que consistían en vivir de acuerdo con lo dado por los sentidos, por las leyes, las costumbres y las artes.

II           
        El escepticismo, concebido en un primer momento como una parálisis general, una incapacidad para la verdad, que sólo permite al hombre llegar a la certeza, pero no de lo general, sino de lo individual<!--[if !supportFootnotes]-->[4]<!--[endif]-->, es estudiado por Hegel en sus Lecciones sobre la Historia de la Filosofía; en ellas expone qué puede entenderse por escepticismo y cuál es su división.
A grandes rasgos, el filósofo alemán sostiene que el escepticismo consiste en desaparecer lo determinado en la cosa, lo cual lleva al hombre a un estado de inquietud, angustia y temor. Su división está dada por: escepticismo antiguo (en donde señala, la naturaleza, fin<!--[if !supportFootnotes]-->[5]<!--[endif]--> y principio de éste) y el nuevo escepticismo. Veamos en qué consiste cada uno de estos puntos.

<!--[if !supportLists]-->i.                    <!--[endif]-->Caracterización e importancia de abordar el problema escéptico

Al comenzar su sección sobre escepticismo, Hegel señala que éste “corona la noción de subjetivad de todo saber, al sustituir en términos generales el ser del saber por la noción de apariencia”<!--[if !supportFootnotes]-->[6]<!--[endif]-->, lo cual hace referencia a que la doctrina aquí estudiada se nos muestra como la negación de lo objetivo en los asuntos concernientes al conocimiento, de modo que el sujeto que pretende conocer no podrá hacer formulaciones del tipo: “Sé que p es q”, sino “Sé que p parece q”<!--[if !supportFootnotes]-->[7]<!--[endif]-->, es decir, en lugar de reconocer una característica inherente a la cosa, sólo se reconoce una característica aparente, que aparece ante nosotros, aunque no necesariamente le pertenezca. El escepticismo representa así, la imposibilidad de conocer el ser de la cosa.
Es por esta razón que nuestro filósofo reconoce en él un temible adversario de la filosofía, debido a que parece invencible, porque consiste en eliminar lo determinado, demostrando que, de hecho, no hay nada fijo en lo que intentamos conocer. Así, el escepticismo se nos muestra como la disolución de lo determinado, demostrando su nulidad<!--[if !supportFootnotes]-->[8]<!--[endif]-->, lo cual representa un doble problema, pues si únicamente podemos conocer lo que parece, entonces qué podríamos entender por conocimiento y, optar por tal actitud, conducirá al hombre a un estado de angustia y temor.
Idealismo y EscepticismoEs así que, ante la imponencia del escepticismo, el hombre debe inclinarse ya sea por él, por una filosofía dogmática o por una filosofía positiva, lo cual implicaría que, se debe aceptar la imposibilidad del conocimiento (de lo que es y aceptar únicamente lo que parece); o bien, se debe dar la espalda al problema escéptico por no poder hacerle frente para refutarlo (con lo cual no se le puede considerar como derrotado, sino sólo ignorado, en este sentido existente y absolutamente imponente) o finalmente, se debe permitir que el escepticismo subsista al lado de la filosofía. El escepticismo es desde la postura hegeliana (la filosofía positiva<!--[if !supportFootnotes]-->[9]<!--[endif]-->), un problema relevante, pues por un lado se nos muestra invencible e irrefutable; por otro, porque intenta levantarse contra la filosofía (contra el hombre y el conocimiento de lo que es) y se esfuerza por superarla.

<!--[if !supportLists]-->ii.                  <!--[endif]-->División del escepticismo
Pueden considerarse dos posturas sobre el escepticismo: el antiguo y el nuevo. La diferencia que hay entre estos dos es que el primero cuestiona el ser sensible y el último lo deja intacto, dudando por ello, de los hechos de la conciencia.

El escepticismo antiguo no puede considerarse simplemente como una teoría de la duda, ya que  la duda es una incerteza, la irresolución, pues dudar, dubitare viene de duos, dos: es un ir y venir entre dos cosas o varias, ninguna de las cuales acaba por satisfacernos, aunque necesariamente tenemos que decidirnos por la una o por la otra<!--[if !supportFootnotes]-->[10]<!--[endif]-->, de modo que, si aceptáramos que escepticismo es sólo dudar, caeríamos en un error, debido a que éste es la negación de cualquier doctrina y dudar implica aceptar, de un conjunto de posturas, una como válida. Además, como Hegel señala, la duda engendra desazón, un desgarramiento del espíritu, hace al hombre desgraciado, contrario a lo que busca el escéptico, la ataraxia. El escepticismo antiguo no duda, está cierto de la inexistencia de la verdad.
Tal inexistencia, hace que el hombre mantenga un ánimo de indiferencia ante las diversas posturas que sobre la verdad puedan formularse, lo cual tiene como resultado la quietud y firmeza del espíritu, es decir, su inconmovilidad<!--[if !supportFootnotes]-->[11]<!--[endif]-->.
Ahora bien, la postura escéptica parte del hecho de que todo es mudable y por ello mismo, de que nada existe en sí, debido a que ahora las cosas son de un modo y mañana lo serán de otro, pues nada permanece. Tales ideas refieren una incerteza de lo sensible, de aquello que se presenta inmediato a la conciencia; esta observación es pertinente en la medida en que, el escepticismo antiguo niega la necesidad en lo percibido por nuestros sentidos y de ahí la negación de su verdad; es por esta razón que Hegel afirma que “esta negatividad de todas las determinaciones es, al mismo tiempo, lo que constituye la característica del escepticismo<!--[if !supportFootnotes]-->[12]<!--[endif]-->, en efecto, la negación de lo fijo, estable e inmutable en lo sensible caracteriza la postura que aquí se estudia.

No obstante, el filósofo alemán hace una aclaración pertinente a este respecto, a saber:
Por escepticismo hay que entender una conciencia formada, que no considera como verdad no ya simplemente el ser sensible, sino tampoco el ser pensado; que además razona constantemente la nulidad de este algo como esencia, y que finalmente no sólo reduce a la nada, de un modo general, esto y aquello sensible o pensado, sino que conoce y postula la falta de verdad en todo.<!--[if !supportFootnotes]-->[13]<!--[endif]-->
De acuerdo con lo anterior, podemos afirmar, que ni el antiguo ni el nuevo escepticismo pueden considerarse, desde la postura hegeliana, como un escepticismo real, ya que éste debe ser el resultado de una conciencia formada, es decir, de una conciencia en formación, en incesante proceso y no como un punto de partida o llegada de la reflexión, sino como un momento de la misma, en la cual, se reconoce la falta de verdad en todo: en el ser sensible y en el ser pensado. Ahondaré más sobre esta aclaración, en otra sección.
Para terminar con la caracterización del escepticismo antiguo es preciso señalar su naturaleza, su principio y su fin.
La naturaleza de este tipo de escepticismo consiste en creer que cuando desaparece lo objetivo el espíritu logra por sí mismo un estado de seguridad de ánimo y de inmutabilidad de sí mismo<!--[if !supportFootnotes]-->[14]<!--[endif]-->, pues al no aceptar la verdad de lo sensible debido a su mutabilidad, el hombre debe encontrar la inmutabilidad de sí mismo. He aquí una contraposición importante: el sujeto reconoce su inmutabilidad frente a la mutabilidad del objeto, de modo que la conciencia escéptica no será más que esta emancipación subjetiva de toda la verdad de este ser objetivo<!--[if !supportFootnotes]-->[15]<!--[endif]-->, es decir, el sujeto no reconocerá verdad más que en sí mismo.
Por otro lado, el fin del escepticismo consistirá en acabar con ese servicio inconsciente a lo sensible y retornar a la sencillez de la conciencia y el pensamiento, lo cual dará al hombre la esperanza de imperturbabilidad, pues la indecisión y no aceptación ni de lo verdadero ni de lo falso en las cosas, lo hará inconmovible, pues “la imperturbabilidad del hombre se diferencia de la del cerdo en que debe adquirirse por la vía de la razón.<!--[if !supportFootnotes]-->[16]<!--[endif]-->
Por último, el principio o fundamento del escepticismo consiste en poner de relieve que algo tiene tanto valor y tanta validez como lo opuesto a ello, siendo, por tanto, indiferente para la convicción y la no convicción<!--[if !supportFootnotes]-->[17]<!--[endif]-->, dicho de otra forma, el principio sobre el cual se funda el escepticismo es la contraposición de objetos diferentes, en tanto que diferentes y por ello incompatibles, su igual valoración e importancia, de donde viene una total indiferencia por el uno o por el otro.
Por otra parte, el nuevo escepticismo, como dijimos líneas arriba, “se dirige contra el pensamiento”<!--[if !supportFootnotes]-->[18]<!--[endif]-->, es decir, no dirige la negación a lo percibido por los sentidos, al contrario, permite que su realidad subsista intacta e indubitada. El nuevo escepticismo deja intactos los insumos de los sentidos y afirma que partiendo de ellos no es posible deducir nada del pensamiento<!--[if !supportFootnotes]-->[19]<!--[endif]-->.
A esto Hegel dirige una fuerte crítica, pues menciona que tal posición no es ni siquiera una filosofía de campesinos, ya que éstos saben que las cosas terrenales son perecederas y que su ser, por tanto, vale tanto como su no ser, de modo que, a partir de lo mudable de las cosas no se puede llegar a nada definitivo sobre ellas. El nuevo escepticismo, en este sentido, deja inconmovible al objeto y al sujeto lo torna movible, es por ello que se afirma que este escepticismo se muestra como “un mantenerse en lo individual”<!--[if !supportFootnotes]-->[20]<!--[endif]-->, pues lo variante es el sujeto y por ello asume que la verdad es solamente la convicción de los otros, aunque también la propia convicción<!--[if !supportFootnotes]-->[21]<!--[endif]-->, acaso la creencia.
A fin de entender y evaluar la crítica que nuestro filósofo dirige al nuevo escepticismo, es preciso ofrecer un ejemplo de lo que, desde su postura, podría caracterizarse como nuevo escepticismo: el escepticismo humeano.

III
Hume, como filósofo empirista, asume que todo nuestro conocimiento se basa y justifica en la experiencia, en los datos de los sentidos; Hume afirmará entonces que la experiencia sensible (y su naturaleza movible) es la causa y fundamento de todo nuestro conocimiento.

De modo que, todas nuestras percepciones son de dos clases: impresiones e ideas<!--[if !supportFootnotes]-->[22]<!--[endif]-->. Las impresiones son, por decirlo de algún modo, más fuertes, y se reciben directamente por los sentidos, mientras que las ideas son débiles por ser una copia borrosa de las impresiones. En este sentido, toda idea debe provenir de una impresión y las que no provengan directamente de ellas se explicaran mediante la asociación de ideas que sí lo hagan, asociándolas mediante la semejanza, la contigüidad y la causalidad.

La idea de causalidad, por su parte, representa un grave problema al interior de lo plateado por Hume, ya que si se asume que ésta se compone de cuatro ideas simples: conjunción constante, contigüidad, prioridad temporal de la causa sobre el efecto y conexión necesaria, encontraremos que con las tres primeras no hay problema, pues tenemos un correlato empírico de ellas; pero sí habrá problema al analizar la conexión necesaria porque de ella no tenemos ningún dato de los sentidos que le corresponda, ya que la experiencia sólo nos otorga conjunciones constantes<!--[if !supportFootnotes]-->[23]<!--[endif]-->, de modo que entre más conjunciones se hagan, las generalizaciones formuladas a partir de los datos sensoriales serán más probables, sin que por ello se reconozca una conexión necesaria entre los objetos percibidos. Por lo tanto, dado que no hay una impresión sensible para la idea de conexión necesaria, es preciso reconocer que, al parecer, hay al menos una idea que no proviene de la experiencia.

Ahora, si toda inferencia causal implica el Principio de Causalidad (que sostiene que todo efecto tiene una causa) y no es posible afirmar mediante un argumento demostrativo o mediante uno probable que éste sea verdadero, entonces las inferencias causales no están justificadas ni empírica, ni racionalmente.
         
          El Principio de Causalidad, asimismo, se relaciona con la posibilidad de formular inferencias inductivas que, a su vez, suponen el Principio de Uniformidad de la Naturaleza, según el cual no es posible afirmar que en todas las regiones del tiempo y del espacio, el futuro será igual que el pasado, pero que, al igual que el primero, se encuentra injustificado, tanto empírica como racionalmente, pues no hay nada que demuestre que el mundo seguirá un curso uniforme. Luego, ninguna de nuestras inferencias inductivas estará justificada, por lo tanto, el conocimiento basado en la experiencia carecerá de justificación.
        
       El problema al que Hume se enfrenta, lo llevará a plantear que “todas las inferencias realizadas a partir de la experiencia, por tanto, son efectos de la costumbre y no del razonamiento<!--[if !supportFootnotes]-->[24]<!--[endif]-->, es decir, partiendo de lo dado en la experiencia, concebida como germen y sustento del conocimiento, no podemos afirmar necesidad en el mismo, pues éste será producto de la creencia y la costumbre.

Lo anterior sugiere que la dificultad del problema que pretende resolver el filósofo escocés se deriva de asumir un carácter intacto e indubitado en los objetos sensibles, de modo que partiendo de ellos el pensamiento no puede deducir nada certero. Es por ello que la solución que Hume nos ofrece es la filosofía escéptica, concebida como una clase de filosofía exenta del peligro de caer en el egoísmo y la vanidad de quienes buscan una apariencia de razón para permitirse licencias incontroladas y totales<!--[if !supportFootnotes]-->[25]<!--[endif]-->; esta filosofía se opone a los vuelos de la razón y reconoce la incapacidad humana para justificar racionalmente nuestro conocimiento.

Es por esta razón que Hume asume que lo único que tenemos por cierto son los datos de los sentidos y su conjunción constante (aunque no necesaria), de modo que las generalizaciones que hagamos a partir de ellos serán creíbles en tanto que sean más probables.

Hume, nos ofrece un claro ejemplo de lo que simboliza el nuevo escepticismo, debido a que, éste critica los alcances de la razón en pos de la certeza que nos ofrece lo sensible; he aquí la importancia de la crítica que Hegel dirige a esta postura, pues sabiendo que en las cosas perecederas su ser vale tanto como su no ser, es imposible llegar a nada definitivo sobre ellas.

Por otro lado, reconociendo lo valioso de la postura de Hume, podemos decir que éste se nos muestra como un filósofo que reconoce no sólo lo perecedero en lo sensible, sino también en el hombre, cuando afirma: “Sé filósofo, pero en medio de toda tu filosofía continúa siendo hombre”<!--[if !supportFootnotes]-->[26]<!--[endif]-->, lo cual implica que los juicios que el hombre haga, serán perecederos como él y como él, no necesarios.

Finalmente, la respuesta escéptica que Hume ofrece al problema planteado, supone una epistemología naturalizada, en la que los principios con los que nos acercamos el mundo son de carácter natural, no racional, pues no son argumentables, ni racionales, ya que éstos conforman el entendimiento humano. Ahora, explicaré en qué consiste la solución al problema escéptico que Hegel nos ofrece.

IV
 Se ha dicho ya que, desde la postura hegeliana, el escepticismo es un problema relevante, debido a que por un lado se nos muestra como invencible e irrefutable y, por otro lado porque intenta levantarse contra la filosofía y se esfuerza por superarla. He mencionado también que ante este problema Hegel plantea tres posibles soluciones a través de las filosofías: 1. Escéptica, que acepta la imposibilidad del conocimiento de lo que es; 2. Dogmática, que da la espalda al problema por no poder hacerle frente para refutarlo, lo cual implica que tal dificultad no queda resuelta, sino sólo ignorada, por ello, existente y absolutamente imponente, y 3. Positiva, que permite que el escepticismo subsista al lado de la filosofía. La respuesta hegeliana al problema escéptico está dada por esta última clase de filosofía.

 De acuerdo con Hegel, la filosofía positiva puede tener conciencia de que lleva dentro de sí misma la negación del escepticismo, de modo que éste no se contrapone a ella, sino que simplemente es un momento suyo<!--[if !supportFootnotes]-->[27]<!--[endif]-->, es decir, lo que el alemán propone es que la filosofía positiva no da la espalda al escepticismo, aunque tampoco lo acepta como la única filosofía posible, sino como un momento del desarrollo de la misma, es por ello que la negación escéptica es un momento necesario del filosofar, pero no como principio ni como resultado del pensamiento, sino como parte del desarrollo que éste implica. Es por ello que:
La relación entre el escepticismo y la filosofía consiste en que aquél es la dialéctica de todo lo determinado. Todas las representaciones de la verdad se hallan expuestas a que se demuestre su carácter finito, puesto que todas ellas encierran una negación y, por tanto, una contradicción. […] Así pues, el escepticismo va dirigido contra el entendimiento, en el que las diferencias determinadas prevalecen como las últimas, como algo que es<!--[if !supportFootnotes]-->[28]<!--[endif]-->.

 Se observa por tanto que lejos de haber una discordancia entre escepticismo y filosofía, Hegel propone una relación entre ellos, pues aquél supone la negación de lo que pretendamos determinar, de tal suerte que, una vez que hayamos determinado algo como verdadero, el escepticismo mostrará en que medida tal verdad tiene, en realidad, un carácter finito. De esta manera el escepticismo entra en acción, cuando se asume que las representaciones y diferencias de lo que consideremos como verdadero prevalecen como las últimas, es decir, como lo último que es. Es por esta razón que el escepticismo es la dialéctica (como movimiento negativo, aunque positivo en tanto que formante)  de todo lo determinado, de lo que es.

En este sentido, podemos comprender por qué Hegel afirma que el escepticismo es un momento de la conciencia en formación, capaz de negar tanto al ser sensible como al ser pensado, es decir, que niega lo determinado tanto en el pensamiento como en la sensación y por ello postula la falta de verdad en todo, pero sólo como un momento del desarrollo del sujeto.

Abonando a lo anterior, en su Fenomenología del espíritu, Hegel menciona que el papel del escepticismo dentro de la filosofía consiste en poner de manifiesto la relación existente entre la certeza de lo sensible, la percepción que tengamos de ello y la manera en cómo lo percibe nuestro entendimiento, con lo cual se muestra que las relaciones que aquí se establezcan son inesenciales por estar determinadas por el entendimiento, cuya función es concebir únicamente de forma analítica:

El escepticismo pone de manifiesto el movimiento dialéctico que son la certeza sensible, la percepción y el entendimiento; y pone de manifiesto, asimismo, la inesencialidad de lo que […] vale como algo determinado para el pensamiento abstracto mismo […], aunque se trate de puras abstracciones<!--[if !supportFootnotes]-->[29]<!--[endif]-->

En conclusión, podemos observar que el escepticismo al que Hegel da respuesta, es al que duda de lo sensible (al escepticismo antiguo), pues muestra que, el entendimiento captará en él lo contradictorio y la validez tanto de su ser como de su no ser, aunque no hay que olvidar que la percepción de lo negativo en lo sensible es el resultado de lo que el entendimiento concibe en él, dada su naturaleza analítica que, por supuesto, no es la última forma del pensamiento, sino un momento de él.

Conclusiones
A pesar de que se ha negado la posibilidad de una epistemología hegeliana, al interior del pensamiento de Hegel, podemos encontrar respuestas a las tres tareas de las que se encarga la epistemología contemporánea.
La respuesta al escéptico que Hegel nos ofrece parte del supuesto de que el escepticismo es la negatividad de todas las determinaciones, ya sea de los objetos sensibles o de los objetos de la razón. Según se ha dicho, el escepticismo que se refiere a la negación de las determinaciones de los objetos sensibles es al que el alemán da respuesta.
El escepticismo es abordado, en relación con la filosofía, es decir, pese a que en un primer momento se le considera como su más temible adversario, Hegel reconoce que éste juega un papel importante para el desarrollo del pensamiento, pues el escepticismo supone la negación de lo que el pensamiento, en un momento dado, determinó, de tal suerte que mostrará en qué medida tiene un carácter finito. La negación del escepticismo, por lo tanto, es insertada en el sistema hegeliano, como un momento positivo del desarrollo del pensamiento filosófico, pues él posibilita el momento dialéctico entre la certeza sensible, la percepción y el entendimiento.

Bibliografía
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-------------- Introducción a la historia de la filosofía. Buenos Aires. Gradifico, 2009.
-------------- Lecciones sobre la historia de la filosofía. México. Fondo de Cultura Económica, 2011.
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HUME, David. Investigación sobre el entendimiento humano. México. Gernika, 2004.
-------------- Tratado de la naturaleza humana. México. Porrúa, 2005.
HYPPOLITE, Jean. Génesis y estructura de La fenomenología del espíritu de Hegel. Barcelona. Ediciones Península, 1974.
MIRANDA, José Porfirio. Hegel tenía razón. El mito de la ciencia empírica. México. UAM-Plaza y Valdez editores, 2002.
OLIVA Mendoza, Carlos (Coord.). Hegel. Ciencia, experiencia y fenomenología. México. FFL-UNAM, 2010.
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WESTPHAL, Kenneth R. Hegel’s Manifold Response to Scepticism in “The Phenomenology of Spirit” en: http://www.jstor.org/stable/4545390
<!--[if !supportFootnotes]-->

<!--[endif]-->
<!--[if !supportFootnotes]-->[1]<!--[endif]--> Cfr. LAERCIO, Diógenes. Vidas de los filósofos más ilustres. México. Tomo, 2004. P. 319
<!--[if !supportFootnotes]-->[3]<!--[endif]--> Este asunto, aunque sumamente interesante, no será abordado de manera exhaustiva, ya que la finalidad de esta sección es reconstruir a grandes rasgos el escepticismo griego.
<!--[if !supportFootnotes]-->[4]<!--[endif]--> Cfr. HEGEL, G. W. F. Lecciones sobre historia de la filosofía. México. Fondo de Cultura Económica, 2011. P. 421
<!--[if !supportFootnotes]-->[5]<!--[endif]--> La palabra fin puede definirse al menos en dos sentidos: como el hecho de terminarse una cosa y como finalidad o motivo de algo. En este ensayo la palabra fin debe entenderse en su segunda acepción a menos que se señale lo contrario.
<!--[if !supportFootnotes]-->[7]<!--[endif]-->Me permití expresar, quizá groseramente, lo dicho por Hegel en las proposiciones: “Sé que p es q” y “Sé que p parece q”  porque me pareció la forma más simple de mostrar la diferencia a la que hace referencia; sin embargo, tal distinción entraña la estrecha relación que existe entre la ontología y la epistemología hegeliana, en donde una no puede concebirse sin la otra y en donde el desarrollo de lo que es, del Ser, se concibe de manera progresiva, mediante sucesivas mediaciones y no de forma inmediata; no como lo que aparece (lo inmediato), que es en última instancia la distinción que nuestro autor hace aquí. En este sentido, el cambio del ser al parecer escinde la relación entre ontología y epistemología, razón por la cual Hegel considerará relevante el problema escéptico.
<!--[if !supportFootnotes]-->[9]<!--[endif]--> Véase nota 65 de: HEGEL, G. W. F. Lecciones sobre…, p. 421: “Aquí e inmediatamente después, la expresión de “filosofía positiva” tiene el significado diametralmente del que acabamos de ver, puesto que la especulación se contrapone evidentemente al dogmatismo; al mismo tiempo, esta expresión, tal como Hegel la emplea, con su doble acepción, no tiene nada que ver, por supuesto, con ese positivismo que tantos vuelos ha tomado en los últimos tiempos y que, por huir de la necesidad del conocimiento pensante, cae a la postre en los brazos de la revelación y la simple fe, aunque se adorne con el nombre de pensamiento libre [M.].”
<!--[if !supportFootnotes]-->[10]<!--[endif]--> HEGEL, G. W. F. Lecciones sobre…, p. 424.
<!--[if !supportFootnotes]-->[20]<!--[endif]--> Op. Cit., p. 424.          
<!--[if !supportFootnotes]-->[22]<!--[endif]--> Cfr. HUME, David. Investigación sobre el entendimiento humano. México. Gernika, 2004. P. 21.
<!--[if !supportFootnotes]-->[27]<!--[endif]--> HEGEL, G. W. F. Lecciones sobre…, p. 422.
<!--[if !supportFootnotes]-->[29]<!--[endif]--> HEGEL, G. W. F. Fenomenología del espíritu. México. Fondo de Cultura Económica, 2006. P. 125. 

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