Cine
y ciudad en México: Ismael Rodríguez Ruelas, Luis Buñuel Portolés, Alejandro
González Iñárritu y los laberintos urbanos de la identidad mexicana
Por:
Agustín Sánchez Valdez
Conferencia
pronunciada en el coloquio:
Las
figuras del nacionalismo mexicano, la modernización de
los
imaginarios.
16 y 17
de mayo, 2013.
Salones
2-9 y 2-10
Anexo
de la FFyL, Edificio Adolfo Sánchez Vázquez, CU-UNAM.
De
islote a ombligo de la Luna, después a Megalópolis; el Centro de la Ciudad de
México parece ser el crisol del tiempo; en él, en “nuestro centro histórico”,
el pasado no termina de despedirse y el presente no termina de llegar. Durante largos
años ha sido el escenario en el que han girado en extraña danza tiempos viejos,
opacos, y tiempos nuevos, enceguecedoramente resplandecientes. Este horizonte
variopinto, abigarrado, es precisamente la cantera a la que muchos han acudido
buscando una definición para “lo urbano”; es en él, en el Centro, en el que se
da, en palabras de Monsiváis, “la definición voluntaria e involuntaria de lo
capitalino, el almacén de las nostalgias prematuras y póstumas”.
Entre sus calles y avenidas, en sus palacios, edificios y vecindades, en
sus “pintorescos” corredores turísticos que exhalan un moderno suspiro
colonial, en sus mortíferos callejones oscuros en los que se percibe el aroma de
lo furtivo colgado de la sombra de lo marginal; en todos sus rincones parece
encontrarse atrapada una respuesta posible para la pregunta ante “lo citadino”,
lo urbano. El rumbo del Centro expresa abundantemente, por una parte, la
apoteosis del deterioro y, por la otra, la adoración -síntesis entre temor y
respeto- del orden correspondiente a la Modernidad.
Monsiváis preguntaba hace años: “¿Qué más
urbano que esos barrios lumpenizados, tristes como un automóvil abandonado en
la calle hace cuatro o cinco años, como prueba de la falta de prisa de sus
dueños?” Al parecer, más que una
pregunta, estas líneas nos permiten ver que en el Centro nada es absolutamente
viejo y mucho menos ciertamente nuevo; que en el Centro se encuentra
atrincherado el imaginario de la única forma de ciudad, del único centro del
país, igual que un cacharro abandonado en la calle a merced de los juegos de
los niños, de los negocios fugitivos, de los jóvenes ensueños, lejos de la
mirada de un dueño esclerotizado.
Si bien policéntrica, cosmopolita,
extendida más allá de su esfera física a través de las cabezas de aquéllos que
transitan incesantemente con su “pedazo de ciudad”; esta megalópolis
paradigmática posee un nodo irreductible, que sirve incluso como piedra de
toque para cualquier comparación, a saber, el Centro, que primero fue
ceremonial, después plaza y ahora, para casi todos, “Zócalo”.
En
40000 m² se contiene el anonimato de una metamorfosis incesante e imperceptible;
diría Baudelaire de: “le transitoire, le
fugitif, le contingent [lo propiamente moderno]”.
Aquello que nunca alcanza a cristalizar, acude al Zócalo para, después de un
frenético arribo, dispersase hacia su vorágine monótona y cotidiana, y así,
encontrar un reposo para la pregunta por la identidad tras una breve estancia en
ese gran “cementerio simbólico” cuadrangular.
Sin embargo, ese aparente espacio de
anonimato es, como se dijo, sólo un nodo, a su alrededor desfila
sincrónicamente la yuxtaposición surreal de la temporalidad diversa, y es este
desfile el que sorprende e interesa a la hora de buscar aquello que llaman lo urbano. Las ruinas, las ruinas
remodeladas, las ruinas resignificadas, las ruinas museíficadas, las ruinas olvidadas, las ruinas vueltas mall, café, restaurante, fonda; el
puesto, el triciclo, la bicicleta, la canasta, la lona o el “dos de bastos”, el
sonido estridente del barrio, todo eso y más es lo que gravita alrededor del
Zócalo evidenciando que la ciudad lleva tiempo alejándose del Centro para
ubicarse en muchos sitios, en los jacales desvencijados de los pobres, o en los
enjambres de casitas reproducidos serialmente al margen, aparentemente alejados
de la tradición, pretendidamente modernos, supuestamente sin deudas con la
Historia, empero habitados por sus fragmentos. La ciudad se va de sí misma para
reaparecer en la imaginación de sus actores reales, para reaparecer en sus
actores reales convertidos en imágenes.
¿Cómo acercarse a la comprensión de una
realidad tan cambiante como inasequible? La Ciudad de México se ha presentado
no sólo como el escenario, sino como parte fundamental para el despliegue del
drama cinematográfico; como su principal materia prima y su primer producto. La
obra cinematográfica deviene un testimonio, un documento vivo que, inmerso en
un ritual, otorga la contemplación de un acontecimiento mágico, no obstante
cotidiano: la Ciudad. El frenesí imparable de la Ciudad de México ha sido congelado;
sus crueles apellidos se encuentran representados a través de las múltiples
ciudades que el cine construyó tras nutrirse de una sola -la paradigmática
Ciudad de México- y el espectador ha disfrutado contemplándose desplegado,
desnudo por el sistema de aparatos. La mayoría de las historias
cinematográficas extraídas de la trama urbana mexicana, se han orientado a
narrar lo que ocurre en la gran ciudad; explotan el melodrama de sus pasiones,
sus vicios, sus virtudes, sus contrastes sociales; construyen, a la postre, imágenes
e imaginarios de ciudad, componentes inteligibles de una realidad intangible
representados en personajes y situaciones que, al ser extraídos del
rompecabezas social mexicano, se concretan como formas fundamentales de la vida
en sociedad. Las añoranzas mismas de los transeúntes sin rostro son
sintetizadas en un solo personaje, o en varios, y así el espectador se
encuentra, con beneplácito, a sí mismo en la pantalla, a través de la cual
comienzan a trazarse las formas y los contenidos de lo urbano. Gracias al cine,
el espectador, diría Walter Benjamin, se encuentra de frente con su realidad
duplicada, mejorada.
Al parecer, éste es el papel que ha jugado
el cine hecho en México en la propagación del imaginario urbano: traducir y
concretar la transformación y construcción, tanto material como inmaterial, de
la Cultura en México, a través de la
expresión y expansión, a veces tácita, a veces explícita, de lo político.
Desde aquel 14 de Agosto de 1896, cuando
en la calle de Plateros se cimentaba el éxito rotundo de las pantallas en
México, 12 días después de que Don Porfirio, familia, amigos y gabinete,
contemplaran por vez primera en el Castillo de Chapultepec una gran novedad
técnica, y justo el mismo año en que el primer automóvil circulara por las
calles de la Ciudad de México; desde entonces, la técnica hermanada con el arte
de vanguardia, ha logrado exponer de manera acabada varios de los múltiples
resquicios de la mexicanidad ante la mexicanidad.
Lo rural, lo urbano, lo tradicional, lo
moderno, toda dicotomía y sus posibles conciliaciones, así como los híbridos
que son sus hijos, han sido reproducidos por el sistema de aparatos para el
agrado de las masas, esa esfera, que para Baudrillard, es cada vez más densa y
donde implosiona todo lo social para ser devorado en un proceso de simulación
ininterrumpido.
Gracias al cine, la Ciudad de México -protagonista
encarnada en sus actores sublimados- tanto como las imágenes e imaginarios que
de ella parten y en ella convergen, no sólo se vuelven susceptibles de ser
repetidos, actualizados y multiplicados por medio de procesos técnicos,
abandonando sus lugares y referentes concretos para estar en donde ellos nunca
podrían estar, sino que, la Ciudad, sus imágenes e imaginarios, a través del
cine adquieren un “aura”; su unicidad y singularidad, expresada a través de
pequeños fragmentos de su quasi
inasequible diversidad, adquieren un carácter irrepetible y perenne. A través
del cine se da una revelación metonímica de lo urbano, y al congelarse en una
epifanía la ciudad se desnuda ante el espectador que acallado contempla con
agrado, o con temor, su doble más exacto; una representación de sí, de su “aquí
y su ahora”, más fiel que él mismo.
§ El
melodrama urbano según Ismael Rodríguez Ruelas
La
vecindad, ese espacio con lugares comunes y rincones privados, de vínculos
amistosos, fraternales y conyugales tan estrechos como sus corredores y
pasillos, es el vórtice desde el cual Ismael Rodríguez representa y proyecta
los sentimientos y emociones de los pobres. Su pretensión de concretar una
valoración objetiva de la Ciudad de México y sus actores en movimiento,
mediante la exhibición de ese “barroquismo” libre de impurezas, característico
de la hibridación mexicana que abría los ojos a las bondadosas fuerzas del
progreso de la posguerra, ha trascendido tiempos y espacios, y devino, a la
postre, la construcción sistemática de sensaciones, experiencias, expresiones y
formas de ver el orden en el mundo urbano, e incluso fuera de él.
El melodrama construido por Rodríguez,
pretendió ser una fiel estampa de los personajes de los barrios pobres, de
aquellos que por ser pobres son “héroes y
pecadores”, y finalmente se constituyó como el crisol de los arquetipos,
el culmen de los símbolos, signos y significados del principal producto de la
sociedad industrial moderna: la pobreza.
El abigarrado mundo del arrabal va
desdoblándose a través de canciones optimistas y desgarradoras, idílicas y
ensoñadoras, y así la pobreza, hija bastarda de la ciudad, se mece resignada,
feliz, socarrona y aguerrida en el flujo del lenguaje del barrio. Al barrio se
le habla en su idioma.
Si bien melodramática y un tanto benévola,
la mirada de Rodríguez alcanza a escudriñar en los resquicios de la auténtica
vulnerabilidad del pobre, así como de su principal fortaleza. Por una parte la
ignorancia, mina explotada por los poderosos, mantiene la continuidad del
tránsito entre “El Palacio Negro” y el “Quinto patio”; por la otra, la Familia
extensa, conformada por los afiliados sanguíneamente al núcleo, los vecinos,
“La Palomilla” y el perro, hace más ligeras las lágrimas y más cortas la
hambrunas.
Así transcurre la dicotomía estructural
cristalizada por la lente de Rodríguez Ruelas. “Pobres y ricos” son retratados
de manera sintética en un grupo de personajes a través de los cuales es posible
ver una versión armonizada y musicalizada de la Ciudad. Los migrantes que
aprendieron un oficio para participar en la construcción de la Ciudad, incluso
decorando con ebanistería las cantinas y los jardines de los poderosos; las
mujeres que luchan por prepararse para de alguna manera aferrarse a la rueda de
la modernidad que no deja de girar, a quien su “abnegación” por un lado obliga
a soportar engaños y golpes, pero por otro permite el llanto resignado y
consolador; los que, encorvados por el peso del tiempo y de la pena, le venden
a otros “un cachito” de la posibilidad de volverse millonarios, para con la
ganancia comprar un pan de pulque y compartirlo con “La Palomilla”; las que se
levantan tarde tras robar el falso corazón de un auténtico miserable; las que
nunca se duermen para ver la agonía de la pena en el fondo de una botella; las
que suspiran; los que endulzan con piloncillo la seca causada por la marihuana
y la “mala conciencia”; incluso los que desde el margen vigilan con un solo ojo
la posibilidad de morder la mano que les da de comer para obtener el máximo
rendimiento con el mínimo esfuerzo; todos forman parte del montaje musical en
el que Ismael Rodríguez parece apologizar y naturalizar la pobreza, a través de
la plasticidad de personajes que sólo tienen que ser ellos mismos para cumplir con su misión:
permitir que los espectadores se “identifiquen con mitos grandiosos de sí
mismos”, “se reconozcan como mitos hermosos y sublimes”.
§ Acercamiento
al realismo surrealista de Luis Buñuel Portolés
Sólo
tres años después del estreno y éxito rotundo de Nosotros los pobres en el desaparecido cine “Colonial” de la
Merced, Luis Buñuel daría una estruendosa y dolorosa bofetada a la
susceptibilidad de las clases acomodadas del país, con el resultado del
“siniestro” amorío que propició entre poesía y cine: Los olvidados.
Un trágico retrato de la vida marginal de
los niños arrojados entre las grietas de las grandes metrópolis modernas, que
completamente alejado del melodrama y la “ingeniería social”, se basaba íntegramente
en hechos de la vida real, y así se constituía como la expresión desoladora de
la vida y la muerte de personajes auténticos.
En la película se proyectan la oscuridad
de la pobreza y del ser humano, en contraposición a aquella máscara que montara
Ismael Rodríguez dotando de cierta pureza al alma del mexicano humilde. Con
Buñuel, la imagen cinematográfica, cantera del arte masivo, deviene por una
parte una expresión capaz de mostrar el mundo tal cual es y, por la otra, una
herramienta para crear conciencia. Si bien la realidad sale a borbotones en
esta obra de Buñuel, debido a que precisamente encuentra su origen en el
anecdotario de la nota roja de la Ciudad de México, caro archivo que hasta este
día alimenta con su crueldad diversas historias; tal realismo permite ver, y no
precisamente de soslayo, muchas de las historias que son concomitantes a la
miseria, el vicio y la inmundicia, historias que se esconden debajo de la
realidad, entre sus sueños.
La armonía circular de una música trágica
envuelve este entramado de historias, éstas, no encuentran escapatoria ante tal
argamasa, antes bien, es el fétido aroma de su sordidez el que permite
vaticinar su funesto final.
Para los niños y los jóvenes de Buñuel, que
a diferencia de los creados por Rodríguez no son ni héroes ni pecadores, sino
criminales, es la bruma de la calle solitaria el espacio en el que se
solidarizan las soledades mudas y hambrientas; es la calle, el emplazamiento
del anonimato, una metáfora del hogar, de la familia, del trabajo, del
bienestar; sólo los perros, que también parecen ser hijos de la calle, son
testigos fieles de los más terribles contubernios.
El abandono, plasmado en un hijo del campo
que ha sido arrojado a las fauces de Caribdis y que funge como guía resignado
para la ceguera de un pasado caduco que se aferra a sus recuerdos y odia sus
engendros; la presencia contundente de lo rural en las entrañas de lo urbano y
de lo urbano en las mañas de lo rural; el carácter mortífero e inmisericorde
“del barrio”, cuyos jóvenes, a diferencia de la ciudad e incluso del espacio
que habitan, se encuentran terminados incluso antes de nacer; las tretas que
juega la consciencia mediante la frustración que expresa el sueño; son éstos
algunos de los trazos que fluyen desde el pincel del cineasta aragonés, y que
dan color a la trágica realidad urbana en México.
Es vasto lo expresado por Los olvidados. En palabras de Paz, esta
obra
“[nos acerca] a otras
comarcas del espíritu […] [puede ser juzgada y gustada] como cine y así mismo
como algo perteneciente al universo más ancho y libre de esas obras, preciosas
entre todas, que tienen por objeto tanto revelarnos la realidad humana como
mostrarnos una vía para sobrepasarla”.
En
esta ya tan acuchillada realidad, concurrida por diversas temporalidades, unas
expresadas en animales de tiro, otras en jacales de madera y cartón, otras más
en la seguridad que puede brindar para el sustento de algunos días un buen
montón de basura, un resuello de tragedia se levanta con las sombras de las
calles en las que aquél nostálgico pasado es silenciado por el frenético
presente que nunca deja de llegar. Hambre, enfermedad, miedo, vulnerabilidad,
pobreza y ocio, son todos apellidos de las metrópolis concretas en la
parafernalia de la Modernidad y sus pesadas estructuras, ¿Cómo enmienda sus
errores la sociedad? ¿Acaso las “bondadosas” fuerzas del progreso, antes
técnico ahora tecnológico, contienen esta respuesta? ¿Acaso existen tales
fuerzas? Cualquiera de los dos “fines” propuestos por Buñuel para el olvido de
los olvidados se encuentra rubricado por la muerte y lamentablemente decidido
por la suerte.
§ Todo perro se parece a su dueño
“Nacer y morir son
experiencias de soledad. Nacemos solos y morimos, solos. Nada tan grave como
esa primera inmersión en la soledad que es el nacer, si no es esa otra caída en
lo desconocido que es el morir. La vivencia de la muerte se transforma pronto
en consciencia del morir. […] Nuestras vidas son un diario aprendizaje de la
muerte. Más que a vivir se nos enseña a morir. Y se nos enseña mal.”
Año
2000, el inicio del siglo XXI, nuevamente el espectador urbano mexicano es
complacido con su representación ante el sistema de aparatos. Iñárritu lleva la
persona de los transeúntes urbanos a la pantalla, por un momento libra a éstos
de la necesidad de llevarse a cuestas a sí mismos y abre al mundo una forma y
un contenido no sólo para lo urbano-mexicano, sino para lo urbano en general.
Deseo, frustración, dolor, ausencia y
soledad, son algunos de los contenidos que se encuentran en las historias
engarzadas en Amores Perros. En “El
Chivo” es posible encontrar el personaje nodal de la obra. Él es el depositario
y la encarnación de los avatares sociales y económicos latinoamericanos; en él
rezumban al unísono la marginalidad, la turbiedad, la violencia y el carácter
omniabarcante de la forma dineraria del valor en la sociedad contemporánea. “El
Chivo” es el nudo en el que se enredan las diversas historias y a través del
cual se expresa la destrucción de la humanidad en todas sus esferas, tanto
privadas como públicas. Él expresa la historia de su dolor en un círculo
“posmoderno”. Un teléfono móvil robado es el medio para la expresión de su
catarsis y un contestador automático es el receptáculo, el confesor. En el
nostálgico discurso, grabado en el testigo tecnológico, sólo alcanzan a
exponerse las causas históricas y los efectos inmediatos de la ausencia, sin
embargo, la máquina no logra captar los sentimientos humanos esenciales, ellos
quedan fuera de la grabación, inmersos en la soledad. Es “El Chivo” la
personificación de la soledad que engendra la Ciudad, de la ausencia que
implica un lugar abarrotado. Sólo sus perros constituyen una compañía
dependiente e incondicional; no hablan, no se quejan, sólo necesitan oler,
lamer, comer, acompañar, estar. Son los perros el símbolo de la soledad dada la
incapacidad humana de amar. “Todo perro se parece a su dueño”.
“Son los perros de la
miseria y el abandono, los protagonistas de los cuentos realistas de fines del
siglo XIX, los que irrumpen como metáforas del infortunio en todas las
conversaciones, el horizonte de perros que ladra muy cerca de La Catedral y el
Palacio Nacional, los seres que desafían la intemperie, el hambre, la saña de
la sociedad que se jacta de lo artístico de las corridas de toros.”
La
Ciudad terminó por presentar la utopía de un ser humano libre, reflexivo y
crítico; un sujeto consciente de la diferencia, respetuoso y generoso.
Empero, ese sujeto sólo se disfrazó de
civilización, y al pujar por extender lo que el nacionalismo vano denomina “nuestra
sustancia espiritual”, “nuestra tradición”, terminó por convertirse en una
expresión de la uniformización que cuando no aniquila la diferencia, tiende a
reducirla a diversas formas de lo mismo, a diversas formas de la soledad.
En el marco de la Ciudad de México, la
burocratización y la organización cada vez más abstracta de los procesos
productivo-consuntivos, aunadas ambas al triunfo político de la economía
global, no sólo cosifican las relaciones entre los seres humanos, sino que a la
postre, cosifican a los propios seres humanos y los alejan abismalmente de la
posibilidad de concretarse como sujetos sociales según sus propias
prerrogativas.
Acaso los perros, presentes en la vecindad
de “Pepe el Toro”, en el ensueño mortal del “Jaibo” y en la sórdida síntesis
urbana del “Chivo”, son los eternos callejeros capaces de explicar acabadamente
la existencia de la Ciudad, así como sus inexorables destinos, esos que se caen
a pedazos como los continentes que habitan y como los imaginarios que
materializan, esos que, a decir de Rulfo, “poco a poco lo van apretando a uno
por todos lados”.
Portada
“Ciudad
Labor o Labor Ciudad”, Agustín Sánchez, 2010.
Bibliografía
Baudrillard, Jean, Cultura y simulacro, Ed. Kairós: Barcelona, 2007.
Benjamin, Walter, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Ed.
Ítaca: México, 2003.
Frisby, David, Fragmentos
de la Modernidad en la obra de Simmel, Kracauer y Benjamin, Visor: España,
1992.
García Canclini,
Néstor, Culturas Híbridas; estrategias
para entrar y salir de la modernidad, Ed. Debolsillo: México, 2009.
Monsiváis, Carlos y Alys, Francis detto, El Centro Histórico de la Ciudad de México,
Ed. Turner: España, 2006.
Paz, Octavio, Corriente Alterna, Editorial Siglo XXI: México, 2009.
------------------ El laberinto de la soledad, FCE: México, 1977.
Sánchez Valdez,
José Agustín, La cultura en la época de
su reproductibilidad técnica: elementos para una crítica sobre el dominio
espectacular, Tesis de Licenciatura, UNAM, FES Acatlán, Filosofía, El autor:
México, 2012.
Filmografía
·
Ismael
Rodríguez Ruelas, Nosotros
los pobres (1947), Ustedes los ricos
(1948), Pepe el Toro (1952).
·
Luis
Buñuel Portolés, Los
olvidados (1950).
·
Alejandro
González Iñárritu,
Amores perros (2000).
Archivo fotográfico
Martínez Assad,
Carlos, La ciudad de México que el cine
nos dejó, México: Secretaría de Cultura, Gobierno del Distrito Federal,
2008.