Donald Trump y la democracia
realmente existente.
Luis Veloz
El gobierno por sí mismo, que no es más que el medio elegido por el
pueblo para ejecutar su voluntad, es igualmente susceptible de originar abusos
y perjuicios antes de que el pueblo pueda intervenir. El ejemplo lo tenemos en
la actual guerra de México, obra de relativamente pocas personas que se valen
del gobierno establecido como de un instrumento, a pesar de que el pueblo no
habría autorizado esta medida
Henry
David Thoreau
A pocos días de la victoria de Donald
Trump en la histórica contienda por la presidencia de los Estados Unidos, la
sorpresa sigue manifestando un gran desasosiego. ¿Qué pasó? ¿Por qué un sujeto
que alentó la xenofobia y expuso su misoginia sin mayor recato, ganó una elección
tan importante para la política global?
Las preguntas han dado la vuelta al
mundo. Pero un hecho es claro, el triunfo tempestuoso de Donald Trump mostró ya
las primeras consecuencias, tanto en el mercado global como en movimientos
disidentes, y penosamente también con brotes de racismo y discriminación en
algunas ciudades de Estados Unidos.
Esto nos dice una cosa. El juego de
la política no es el mismo. El discurso que se impuso, frente al diálogo y la
tolerancia, fue el contrario. Quizá por ello Carl Schmitt siga teniendo gran
razón con la definición de amigo-enemigo para el marco político. Lo que en una
vuelta de tuerca nos recuerda a Maquiavelo y Hobbes.
Como sea, ante el posible escenario
caótico que se avecina, una vez más la discusión sobre la democracia despunta,
porque justo por la vía democrática Trump asumirá el mando de una de las naciones
más influyentes en el sistema político-económico que nos afectará a todos.
Ahora la pregunta es, ¿qué democracia le dio el triunfo a Trump?
El encanto de la democracia.
David Held, en Modelos de la democracia, en tono muy irónico escribió: “vivimos en
la era de la democracia, o eso parece.” Y mucha razón tuvo Held. Vivimos en una
era en donde la democracia ha sido aceptada canónicamente. Lo siguiente es que
no es cualquier democracia. Sino un modelo de ella, la que se gesta en el siglo
XVIII gracias a la Independencia de los Estados Unidos y la Revolución
francesa. Esta democracia, que a la vez se combina con el pensamiento liberal
de John Locke, se basa en un principio muy simple: la regla de la mayoría.
La regla de la mayoría, en efecto,
nos habla básicamente de un número elevado de votantes, los cuales, en una
jornada electoral, por mayoría acumulada o la suma aritmética, deciden entre
por lo menos dos contendientes para quien ocupe un cargo púbico.
Lo siguiente requerido es que para
que funcione este modelo de democracia, antes se tienen que garantizar algunas
condiciones fundamentales. Por ejemplo, 1) entre los que votan, tiene que haber
la libertad de hacerlo, es decir, el voto no debe ser condicionado ni negado.
2) Cada voto es igual a uno, es decir, ningún voto cuenta más que otro. 3) Y
por último, quienes participan en los comicios, según las normas emitidas,
tendrán que ser mayores de edad (apegados al criterio), y ciudadanos del
Estado.
Con estas reglas mínimas, como dijera
Norberto Bobbio, la democracia puede ser viable. Y se tomará como un proceso
definido y estructurado para la toma de poder. No por casualidad también se le
ha asignado a esta democracia el adjetivo de procesual (o con otros adjetivos:
como formal o instrumental).
Sin embargo, como era de esperase,
incluso en pleno furor de la democracia representativa, las críticas llegaron
pronto. Y no era para menos, porque la historia mostraba un contraste enorme
entre la democracia de los antiguos, la directa, y la nueva democracia. Fue por
eso que, pese a que la democracia representativa cumpliera el cometido esperado
según el cual por medio de ella (aparentemente) el pueblo elige libremente a
sus gobernantes, desde su aparición siempre fue duramente criticada.
En pleno siglo XVIII, por ejemplo,
Rousseau, uno de los principales teóricos del contractualismo, se percató con
gran sensatez de la falsa representatividad para la soberanía popular. En medio
del clima de la Ilustración, Rousseau en El contrato
social no se contuvo ni un palmo en señalar que la representatividad, lejos
de augurar la libertad y la igualdad, llevaba voluntariamente a que cada
ciudadano se colocara las cadenas de su esclavitud.
Para el siglo XIX, tenemos otro caso,
el de Alexis de Tocqueville, un notable pensador francés que por aquel tiempo y
gracias a un viaje que hiciera a Estados Unidos, nos legó un diagnostico
valiosísimo pero contradictorio de la democracia en su obra La democracia en América. ¿Por qué?
Porque por un lado Tocqueville exaltó la libertad y la soberanía popular que se
vivía en los Estados Unidos. Pero por otro lado, advirtió de una amenaza
terrible: la “tiranía de la mayoría”. La tiranía de la mayoría según palabras
del propio francés, no es más que el lado sombrío de la mayoría numérica. La
misma que sostiene a la democracia moderna.
La tiranía de la mayoría, por tanto,
apunta al hecho implacable, crudo, en el cual la mayoría numérica impone su voluntad
(como el odio al otro) a la minoría restante a través de su candidato. Digamos
pues, que se impone o trata de imponer una manera de pensar y fomentar así un
modelo de vida en los márgenes del Estado, e incluso se puede revelar el caso
de la imposición jurídica o legal, afectando o transgrediendo los derechos de
la minoría en oposición.
Por ello la gran importancia del
voto. Ya que sirve como la moneda de cambio que suscita que la competencia
democrática no sólo sea encarnizada, sino que esté completamente condicionada
(como en el mercado) en lograr la seducción del electorado (al comprador) al
costo que sea (incluso comprándolo). Por esta razón no es casualidad que
existan mecanismos muy sofisticados que sirven justo para persuadir al votante.
Aquí es donde encontramos toda una estructura de marketing muy especializada que tiene la tarea de disfrazar de
bondades al candidato de un partido (como si fuera un empaque). Su imagen, sus
poses, sus discursos fabricados, todo ello contribuye a la persuasión del
votante al llegar la jornada electoral.
Esto sin duda implica un gasto
enorme. Por tal motivo es que millones de dólares se invierten en las campañas
y estrategias de marketing y en su
perfeccionamiento (ahora se habla de neuromarketing).
Toda la propaganda al final suma una verdadera fortuna. Así que, como se
intuye, no cualquiera puede estar en condición de ser candidato, según los
parámetros que dicta la democracia moderna. Esto nos dice que, si un candidato
independiente quisiera contender, pero no está respaldado de un buen capital,
entonces está condenado a la derrota desde un inicio.
Por consiguiente, lo anterior
advierte que la democracia depende de la economía. Para Boaventura de Sousa, de
hecho la democracia actual no es más que la imposición del Fondo Monetario
Internacional y del Banco Mundial. Lo que nos regresa a las célebres
explicaciones de los teóricos neoliberales. Por este motivo es que la democracia
moderna se despliega bajo la misma lógica de competencia y egoísmo que el
capitalismo globalizado ha establecido, a través de los partidos, que son lo
más parecido a una empresa que busca imponerse a otra.
La democracia moderna además de lo
anterior, se resguardó el derecho al mandato libre, el cual también se hereda
de la Francia del siglo XVIII, gracias a la Constitución de 1791. El mandato
libre, en oposición al mandato imperativo, digamos que asegura que el candidato
designado se pueda deslindar de quienes votaron por él una vez que asume su
cargo. Esto significa que el candidato no está obligado a rendirle cuentas a su
votante. Y tampoco puede ser revocado de su puesto si tomara malas decisiones
(como sucedía con el mandato imperativo). Lo que además de todo, es un derecho
constitucional.
Sin embargo, por mínimo respeto, para
alentar las buenas intenciones, los funcionarios públicos y entre estos los que
tienen más peso, rinden cuentas al pueblo para justificar y encubrir sus
acciones bajo el “velo de la moral”. Lo que en la realidad es sólo teatro.
Histrionismo en acción. En cuanto a las decisiones fundamentales, el elegido
por mayoría numérica asume poseer la plena capacidad para decidir qué se hace y
qué no. Así propicie una crisis o un caos político.
Naturalmente, como se nota, cualquier
elección en esta democracia nunca tendrá por objetivo el bien común; la maquinaria
se enfoca, en todo caso, en satisfacer
los intereses particulares de las élites, las cuales se fomentan y se
reproducen. A ellos, a los grandes empresarios, se tienen que rendir las
cuentas. De hecho, como apreció Schumpeter, la democracia moderna no tiene por
fin eliminar a las élites, más bien las protege.
Pero qué sucede entonces. Alguna vez
escribió Norberto Bobbio en El futuro de
la democracia, que la democracia representativa es lo que tenemos. O sea
que, para que se establezca otro tipo de democracia, entonces las formas del
ejercicio político tendrían que dar un giro completo. El problema es que
nuestra democracia tiene un encanto, que como hemos visto, alienta la
competencia y el elitismo. Mantiene la desigualdad social, e incluso, institucionaliza
la pobreza. Por ello quienes tienen el poder, a la democracia la venden y
justifican como el bálsamo en contra de toda amenaza de dictadura. No en vano
fue que la democracia representativa haya sido incorporada en gran parte de las
naciones al final del siglo XX, justo cuando caen los fascismos europeos y las
dictaduras latinoamericanas. Ése fue el caldo de cultivo de una nueva forma de
domino.
¿Por qué? Porque lo que resultó fue
un disfraz en donde la democracia moderna se vuelve ajena a toda posible acción
revolucionaria. La democracia que tenemos, en efecto, garantiza ante cualquier
amenaza de revuelta, la paz y la armonía en la toma o sucesión de poder. Lo
cual es un gran paliativo.
¿Hay alternativa?
Una de las preguntas que los
filósofos de la política se han hecho, es si hay una alternativa a la
democracia realmente existente. Y en verdad la pregunta es muy complicada de
resolver. La democracia moderna para unos, es lo más cercano a regular el poder
de un gobernante por medios pacíficos, vía el pueblo soberano y la división de
poderes. Por lo cual no extraña que tanto políticos de izquierda, como de
derecha o de centro, se asuman demócratas. Nadie en su sano juicio como dice
Alain Badiou, sostendría lo contrario: “(…) se da por sentado que la humanidad
aspire a la democracia, y toda subjetividad que se suponga no demócrata es
considerada patológica.”
Pero también Badiou nos recuerda que
para el filósofo todo lo que sea consensual es sospechoso. Y por ese motivo la
democracia moderna, consensuada por las principales fuerzas políticas, cojea de
un pie. O como dijera Boaventura de Souza, está al borde del caos. La
democracia que hoy funciona desafortunadamente ha propiciado una gran exclusión.
Dejando en claro que no se fundamenta en la soberanía popular. Quizá en teoría,
no en la realidad.
Por tanto, una de las alternativas
consiste en lograr que la democracia se radicalice y se pueda reconfigurar de
tal modo que retorne a lo que verdaderamente significa: el poder del pueblo. El
pueblo heterogéneo y no abstracto. Ahí es donde el poder tiene que volver a ser
depositado.
Quizá las acciones para lograrlo aún
están lejos de llevarse a cabo con plenitud. Pero aun así, ya tenemos atisbos
que muestran un horizonte regulativo que se puede revitalizar. Aunque la
democracia directa no es opción a nivel macro. Sí lo es a nivel micro. Y de
hecho, es lo que se puede autogestionar yendo de lo local o lo global. Con esto
queremos señalar que la democracia tiene que ser una práctica constante en las
organizaciones y resistencias de la sociedad civil.
Lo que sucedió por tanto en Estados
Unidos, es la muestra evidente de que la democracia tal como es, sirve bien. Y
también lo sabemos en México. El problema es que sólo sirve a unos pocos. No
hay en suma un poder desde abajo que
regule la toma de un cargo público. Por eso el pánico que hoy gobierna no es
casualidad, más bien es la constatación de que el poder no está en la base.
Porque como bien dijo Rousseau, una vez que se vota, hasta ahí llegó la
libertad. El poder al transferirse se pierde.
Lo que resta, una vez que Trump tome
posesión del gobierno, está por verse. Sin embargo, la intranquilidad y la
incertidumbre en todo el mundo están presentes porque de nuevo el otro, el diferente,
es el enemigo: el mexicano, el negro, el musulmán. En resumen, la democracia
moderna, la misma que llevó al poder a Hitler en la República de Weimar en 1933,
y que ahora le ha otorgado la presidencia a Donald Trump, está por revelar un
futuro nada alentador. O por lo menos, eso es lo que parece.