miércoles, 24 de abril de 2013


La producción sistemática del dominio[1]
José Agustín Sánchez Valdez
“Una cómoda ausencia de libertad,
suave, razonable, democrática,
señal del progreso técnico,
prevalece en la civilización industrial avanzada.”
(Herbert Marcuse)

El tiempo en el que el ser humano se desarrollaba como un ser doblemente determinado parece haber quedado en el olvido. Ya no es su determinación biológica, aquella que lo definía como ser vivo, la que condiciona su determinación social, esa que lo diferencia de entre los demás seres vivientes. La determinación social del ser humano ya no emerge del encuentro entre éste y la naturaleza, ya no consiste una respuesta de aquél ante su necesidad de vivir en ésta. La determinación social del ser humano ya no cobra primacía ni constituye su ratificación constante en tanto que ser humano.
     En el marco de las organizaciones tradicionales, el ser humano produce mundo y se concreta en él mediante el ejercicio de las relaciones de reciprocidad que sólo son una posibilidad en el seno de una colectividad. Precisamente, en el seno de tal colectividad, es como el ser humano se concreta en tanto que individuo singular y diverso, con una mismidad permanente y única, empero dependiente del punto gravitacional del grupo, escenario de la diferencia, de la diversidad y por lo tanto de la identidad.
     En este sentido, el ser humano de la tradición, aquél que transmite sus experiencias del mundo y de la vida generacionalmente, aparece ante nuestros ojos nublados como la síntesis entre determinación (naturaleza), acción (transformación consciente de la naturaleza y del mundo), colectividad (escenario de la diversificación y por lo tanto de la identificación), diversidad (característica fundamental de la totalidad), singularidad (producto principal de la colectividad) y reciprocidad (comunicación y politicidad del ser humano). Sólo en esta síntesis lo humano se realiza constantemente, es decir, imbuido en una búsqueda y ratificación incesantes.
     Los resultados de tal búsqueda y ratificación siempre son el mundo, por una parte, y el propio ser humano por la otra; ambos se presentan finalmente como la naturaleza transformada, y se presentan de dos formas: una material u objetiva que corresponde a los artefactos y a los procesos técnicos, y una inmaterial o subjetiva que corresponde a las ideas, formas de hacer y valorar en sociedad. Estas dos formas de la naturaleza transformada (autonomizada) constituyen la piedra de toque para una comprensión de la cultura.
     Los elementos constitutivos de la humanidad, tanto subjetivos como objetivos, se presentan en dos versiones: o de trabajo, o de disfrute, y estas dos versiones corresponden a los subsistemas de necesidades y capacidades humanas que alientan la labor transformadora del ser humano a través de la cual se produce el mundo.
     Dos facultades más, aparecen ante nosotros como esencialmente humanas y como fundamentales en la construcción del “mundo tradicional”, son Razón y Libertad. Para nosotros, la Razón permite, por un lado, estructurar la realidad y construir un orden, y por el otro, permite al ser humano identificar medios y fines necesarios para la vida. La Libertad, por su parte, constituye la autodeterminación del ser humano, su socialidad, su ser de colectividad. Ambas, Razón y Libertad, son guiadas por la voluntad hacia la reproducción de la vida en términos políticos, es decir, en términos comunes a todos los miembros de una colectividad, y en este sentido, en la politicidad de la vida humana, radica su ser semiótico, su ser de lenguaje, su absoluta necesidad, para ser, de transformar la naturaleza en mundo y comunicarla. El lenguaje siempre es la expresión única y particular de una forma específica de  libertad humana; siempre es la expresión estructurada, socialmente aceptada de la autodeterminación, y en este sentido es la expresión racional de la libertad. El lenguaje es la voz de la cultura, es la expresión de la humanidad.
     Esta cultura, que sólo es política desde la comunicación, es para nosotros un sistema complejo; un entramado de relaciones entre sujetos con múltiples elementos, ya materiales, ya inmateriales. En este sistema, los sujetos se adaptan y reaccionan a pautas y patrones que ellos mismos crean y reproducen, y estas pautas y patrones han trascendido el tiempo (incluso el espacio) conformando instituciones, mismas que representan una síntesis de necesidades y satisfactores identificados. Las instituciones pueden llegar a variar de un contexto a otro manteniendo, empero, ciertos “paralelismos”, ciertas semejanzas; pero los sujetos siempre se adaptan al mundo que ellos mismos crean y reproducen.
     El sistema cultural se encuentra en un proceso de ajuste y cambio continuos, es dinámico; al reaccionar los sujetos, el entorno cambia; al cambiar el entorno, los sujetos vuelven a reaccionar, se muestra así una relación de codependencia entre sujetos y sistema.
     Sin embargo, en el cambio de paradigma, cuando la Modernidad desplazó hacia el exilio a aquellas organizaciones que aún se aferraban a la tradición; cuando la Modernidad como momento histórico que se desarrolla progresivamente apelando a acciones concretas promovidas por él mismo, que en su carácter fluido y abundante, no alcanzan a cristalizar en una acción humana concreta, iluminó con su luz artificial todo valor y toda acción; desde ese momento la cultura dejó de ser el sistema complejo alimentado por sujetos concretos, y ya sólo se presenta como un acto reproductivo dedicado a la autoconservación del sistema político en su versión económica a través de la extensión del mercado sobre todo resquicio de la vida de individuos indiferenciados y difusos. En la época de su reproductibilidad técnica (parafraseando a Benjamin), la cultura ha perdido su forma concreta y particular, ha perdido su aura generada por la actividad reciproca de sujetos concretos y deviene una masa informe cuyas diversas singularidades han desaparecido.
     Tras el triunfo político de la economía global sólo es posible encontrar una forma de cultura: una cultura unidimensional en la que las diversas formas de lo mismo son generadas sistemáticamente, inmersas en la lógica de la economía superdesarrollada y con el fin único de la autoconservación del poder.
     Esta única dimensión es el principal motor de la cultura-mercancía, de la cultura que desfila ante los ojos de los individuos embotados frente al espectáculo, y así se constituye como el nuevo fundamento mágico, como la nueva dimensión cultural de toda práctica que ya se caracteriza por la pasividad, por la irreflexividad y por el dominio absoluto.
     Con base en los elementos expuestos, nos es posible decir que tras el triunfo político de la economía global, las organizaciones sociales que de alguna manera se han alineado o subordinado al régimen del capital, empiezan a constituir, a decir de Gilles Lipovetsky, una cultura-mundo, es decir, una masa informe en la que por un lado las particularidades culturales se desvanecen, y por el otro, las diferencias sociales se subrayan, sometidas ambas, particularidades y diferencias, al continuum de la producción-reproducción sistematizada. Además, de esta manera, con la producción-reproducción sistematizada de particularidades y diferencias, se concreta un dominio absoluto sobre aquellos constreñidos por el consumo de cultura en su forma mercantil, iluminados a través de una falsa consciencia, y se perpetra la transformación de todo aquello que definía al ser humano, acercándolo a las formas más sofisticadas de su decadencia.
     En la época de la reproductibilidad técnica de la cultura, las versiones espectaculares de ésta se masifican de manera global aniquilando por completo toda facultad humana que otrora le permitiera, al ser humano, autodeterminarse identificando medios y fines en función de la satisfacción de necesidades “propias” y concretas, esclavizándolo a la reproducción irreflexiva de su propia dominación, condenándolo a su autodestrucción por mor de la conservación de un poder que le es ajeno. 
     Somos conscientes de que el progreso técnico podría mejorar las condiciones generales de la existencia; de que la técnica al servicio de la humanidad y no del poder podría liberar una mayor cantidad de tiempo para que los sujetos sociales se dedicasen al cultivo de la humanitas. Sin embargo, somos conscientes también de que tal progreso, ha generado híbridos incapaces de encontrar la paz y la estabilidad; criaturas que como Frankenstein deambulan por las calles de la soledad primero pidiendo compañía y después exigiendo sangre.
     A la luz del progreso técnico, coexisten tiempos viejos, algunos en sepia, otros color durazno; tiempos nuevos, deslumbrantes, tiempos que se funden en el resplandor de estructuras Hi-Tec logradas con el frío del acero y los soles falsos del cristal. Un resuello de tragedia se levanta con las sombras de las calles en las que aquél nostálgico pasado es silenciado por el frenético presente que nunca deja de llegar. En éste doble tiempo los jacales desvencijados se mantienen irreverentes, retadores ante los mastodontes de concreto; son testigos mudos de la miseria que acecha detrás de la parafernalia que la Modernidad montó a través de sus pesadas estructuras, y que los tiempos posteriores no han alcanzado a superar. Hambre, enfermedad, miedo, vulnerabilidad, pobreza y ocio son todos apellidos de las metrópolis espectaculares. ¿Cómo enmienda sus errores la sociedad? ¿Acaso las “bondadosas” fuerzas del progreso contienen esta respuesta? ¿Acaso existen tales fuerzas?
     Las mieles de esta vieja, ecléctica y anacrónica Modernidad devienen veneno en el interior de las consciencias que pujan para ubicarse en la ciudad, en el utópico emplazamiento de lo moderno, en ese escenario bicéfalo en el que todos los anónimos somos fugitivos, en el que transcurrimos siempre mirando sobre el hombro izquierdo, siempre sobresaltados por sombras, siempre al acecho colgados de la incertidumbre, eternamente perseguidos por el tiempo.
     Aquí, en la sede de la espectacularidad, los niveles de sofisticación existen por igual en las cloacas y en los grandes palacios, y de igual forma son trazados por el espectáculo, la mercancía y la pasividad irreflexiva.
     El espectáculo no deja de crecer y en él se levantan minuto a minuto miles de rostros, cientos de risas. Rostros urbanos que se esconden en la penumbra de la noche para negociar con la vida y con la muerte; llantos tradicionales maquillados con risa que han sido arrojados a la desolación, a la desesperación, y en el mejor de los casos, a la instrumentación temporal que se aferra con uñas y dientes a un destino incierto. Todos, rostros y risas, montan ese destino incierto convertido en sueños de pureza, en espectáculo.
     En el espectáculo también participamos los otros, los que con las mieles de la Modernidad, con sus venenos, detenemos el tiempo, nos escabullimos entre los resquicios de esta realidad y nos refugiamos en una bocanada que se eleva desde el fondo de una botella; los que amalgamados a las sombras de las calles anónimas avanzamos frente a espectadores acallados, encallados. Sólo el hambre piadosa nos toma de la mano para traernos de vuelta a la vida.
     Aquí, en el espectáculo, la furia se detona en un momento y al siguiente se apaga llevando consigo el último suspiro de algún desgraciado. La insatisfacción, casi siempre detonante de la furia y testigo de la partida, desfila de manera perenne, avanza desde la falta de una moneda hasta la falta de consciencia, desde la falta de extremidades hasta la falta de puertas y ventanas.
     Aquí, en la sociedad del espectáculo, el panorama cambia lentamente no obstante el frenesí de su vorágine. De manera imperceptible todo se llena y se vacía en un mismo momento. En ésta falsa dialéctica nuestros sueños esconden nuestras culpas, nuestras culpas alimentan nuestros deseos, nuestros deseos nos abandonan cuando no han llegado, nunca nada fue nuestro. Aquí todo cambia en su misma apariencia.
     El desfile de inconsciencias forma parte de la transitoriedad; un flujo hacia cualquier lugar, hacia ningún lado; un ir y venir de negociaciones mudas que arrastran al pobre a despertar siempre frente a un nuevo sol, un sol sin ocaso, el sol de la pasividad que nunca brinda un auténtico calor.
     Esta nueva forma cultural, la técnicamente reproducida, no ofrece tregua ni rehabilitación; en la esquina siempre se encuentra el vicio que acecha. En la época de la reproductibilidad técnica de la cultura morimos antes de nacer, somos alumbrados en la calle y se administra nuestro perecer. La lucha por la vida, la luz y la muerte del individuo individualizado se desarrolla en contra de la naturaleza; la vida moderna funge como su estandarte apelando a un dubitable predominio de la inteligencia. Este desolador escenario es la sede de la economía monetaria, la situación en la que el dinero se vuelve común a todo arrojando como resultado la mercantilización de la existencia y la absoluta determinación de la libertad. Aquí, en las situaciones en las que se produce, reproduce, actualiza y reactualiza el dominio espectacular, en las ciudades, los demasiados devienen concurrencias solitarias cuyas soledades llegan a ser demasiado concurridas. Es este precisamente el vórtice del carácter extensivo de la mercancía que como un ente con vida propia, se extiende sobre las cabezas de sus actores llegando más allá del horizonte trazado por su esfera física.
     La desproporción, la descomunalidad, la expresividad exacerbada de los imaginarios colectivos, son los portavoces del espectáculo que homogenizan hasta el último rincón de humanidad presentándose como mensajeros de la mentira y la miseria en los más recónditos destinos.
     Es un doble movimiento el generado por el espectáculo: por un lado es el imán que atrae sueños, ilusiones y manos; por otro lado es aquél falso mensaje que mal articulado se extiende enfermando los últimos suspiros de lo tranquilo, engendrando híbridos en los que lo arcaico no deja de despedirse y lo moderno entra sin saludar, reproduciendo individuos que no terminan de hartarse y siempre más creen necesitar.
     En el marco de la sociedad hipermoderna, ha desaparecido la dimensión cultural de la cultura, en su lugar es constantemente reafirmada la dimensión espectacular de la cultura industrialmente reproducida, que ahora deviene el elemento estructurador por antonomasia, elemento que permea las formas y contenidos de toda vida individual y colectiva cancelando toda forma de libertad, dificultando toda forma de Revolución. Así se muestra la cultura en la época de su reproductibilidad técnica: como la reproducción industrial de la pasividad, de la irreflexividad, de la apariencia, de la contemplación, de la insatisfacción, del hedonismo, de la ansiedad, de la desesperación, del dominio, de la inhumanidad; toda esta reproducción fluye en su versión amable, en su versión espectacular.
     Si los sujetos, como las organizaciones sociales, quieren romper con el espectáculo que como una gran carga aferrada a sus espaldas los obliga a caminar besándose los pies; si quieren replantear el camino y dirigirse de nueva cuenta hacia la humanidad, tienen una gran deuda que saldar. Tienen, tanto los sujetos como las organizaciones sociales, que transformar tanto su consciencia como el ejercicio de su voluntad; tienen que resignificar sus medios y sus fines, tanto como la forma de concretarlos y volverlos comunes; tienen que autodeterminarse, nuevamente, desde acciones originarias y originales, auténticas. Sujetos y organizaciones sociales tienen que saldar su deuda con la humanidad para no desaparecer, y esa deuda sólo es posible pagarla con acción y libertad.



[1] El presente texto es un extracto del trabajo de recepción profesional del autor: José Agustín Sánchez Valdez, La cultura en la época de su reproductibilidad técnica: elementos para una crítica sobre el dominio espectacular, Tesis de Licenciatura, México, UNAM, FES Acatlán, Filosofía: El autor, 2012.
[2] Mural “El progreso” pintado por José Clemente Orozco en el Hospicio Cabañas, Guadalajara, México. 

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